Casi a la medianoche del martes 14 de agosto de 1945, un grupo de técnicos de la radioemisora oficial japonesa NHK llegó a un búnker en el Palacio Imperial, tras sortear los múltiples obstáculos y escombros dejados por los masivos bombardeos aliados sobre Tokio. El emperador Shōwa (nombre oficial de Su Majestad Hirohito) les destinó cinco minutos para grabar. Hizo dos intentos, ambos con baja voz y con una versión culta del japonés, muy lejos de la lengua hablada por el pueblo llano. La grabación fonográfica de mala calidad fue emitida al día siguiente, en cadena nacional.
Tras la destrucción y mortandad sembrada en Hiroshima y Nagasaki por las dos bombas atómicas del 6 y 9 de ese mes, el gobernante nipón no deseaba prolongar la recién declarada guerra contra la Unión Soviética, por lo que le comunicó a su pueblo que aceptaba los términos de la declaración conjunta alcanzada en Potsdam por Estados Unidos, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), Reino Unido y China. En la grabación de su breve discurso, el monarca del Trono del Crisantemo se cuidó de usar la palabra rendición. Su pueblo quedó confundido, pero la realidad era que había llegado el atardecer al poderoso Imperio del Sol Naciente y que la noche consecuente sería larga y difícil.

El acto formal de rendición se produjo en la mañana del domingo 2 de septiembre de 1945. Reunidos en la cubierta del USS Missouri, anclado en la bahía de Tokio, los representantes del gobierno y tropas del Japón procedieron a firmar su sometimiento ante los dirigentes militares de las fuerzas aliadas de ocupación. La ceremonia duró 23 minutos (entre las 09:00 y las 09:23 a. m., huso del Japón) y fue transmitida por radio, a la vez que fue grabada en cine para después difundirla en el mundo y archivada en los principales depósitos intelectuales de Estados Unidos. Se firmaron seis copias del documento oficial, donde el vencido imperio nipón aceptaba las cláusulas impuestas por Estados Unidos, URSS, Reino Unido, China, Francia, Canadá, Holanda, Nueva Zelanda y Australia.
Puesto en formación sobre la cubierta de su buque del servicio de ingenieros de los Estados Unidos se encontraba el marino salvadoreño Juan Armando Canales Espinoza. Ese compatriota fue uno de los más de 400 salvadoreños que se enlistaron en las fuerzas militares de las naciones aliadas en contra del Eje Berlín-Roma-Tokio y también fue uno de los miles de soldados que, bajo el rigor militar, aquel 2 de septiembre de 1945 presenciaron la firma de la rendición japonesa. Esa noche, el cielo tokiota se iluminó con fuegos artificiales, lanzados desde las naves ancladas Armando Canpara festejar el fin de la Segunda Guerra Mundial. Se cerraba así el frente del Pacífico sur y se iniciaba la reconstrucción del Imperio del Sol Naciente. La autoridad suprema del emperador Shōwa jamás fue cuestionada por las potencias vencedoras.

Nacido en la entonces ciudad de Nueva San Salvador o Santa Tecla, departamento de La Libertad, en 1921, Canales Espinoza fue hijo de Medardo Fuentes Canales (Suchitoto, 1897-¿?). Tras ingresar por la frontera terrestre de Laredo (Texas), el 30 de octubre de 1943, se dirigió a San Francisco (California), donde se enlistó en el Cuerpo de Ingenieros de la U. S. Navy. Tras el entrenamiento de rigor, sus labores consistieron no solo en combatir para defenderse de los ataques nipones en los diferentes escenarios de guerra en los que intervino (en especial, en el archipiélago de las Filipinas), sino que también tuvo que construir pontones o puentes provisionales para facilitar el avance de la artillería e infantería aliadas.
Llegado al Japón durante la segunda quincena de agosto de 1945, Canales Espinoza se dio cuenta de la dureza de los primeros momentos de la posguerra. El otoño estaba a las puertas y todo presagiaba que sería un invierno muy crudo para aquel pueblo devastado y donde campeaban los jinetes apocalípticos. Por eso, durante sus meses de permanencia dentro de las tropas de ocupación, buscó proporcionar comida y cigarrillos a quienes se los pidieron, los que tomaba de sus propios recursos personales, proporcionados para su sustento por el ejército estadounidense. Aquellos bienes de consumo se usaban en las ciudades japonesas para cambiarlos por otros, como comida y otros materiales de primera necesidad. Para su colección personal, aceptó que le dieran billetes de diferentes denominaciones de Filipinas, Japón y otros territorios otrora ocupados por las tropas japonesas. Todo ese papel moneda era dinero sin valor alguno en los mercados, pues la severa inflación lo privó de sus valores de uso y cambio.
El viernes 20 de noviembre de 2000 tuve ocasión de visitarlo en su casa familiar, en la urbe tecleña, a escasa media cuadra al oriente del Colegio Fátima, al lado de un pequeño hospital privado. Al contarle de mi interés por los salvadoreños que tomaron parte en la Segunda Guerra Mundial, se mostró muy entusiasmado de platicar y mostrarme sus recuerdos. La que no tenía buen semblante era su esposa Marta Escobar de Canales. Ella no se sentía cómoda con que él me contara algunas “anécdotas” que su esposo había tenido durante aquellos lejanos días de su presencia en el Japón de la posguerra.
Resultaba curioso ver el cuidado con el que el marino Canales Espinoza había conservado las fotos donde aparecía con sus compañeros de andanzas en el Pacífico sur, páginas en las que también había pegado los billetes que coleccionó y más de alguna foto de esas féminas con las que había bailado y que tanto molestaban a su esposa salvadoreña varias décadas después.
Canales Espinoza no se consideraba un héroe, sino un mero espectador de una guerra en la que entró bajo la idea de que defendía la libertad en contra de uno de los más grandes totalitarismos mundiales. Me contó que nunca pensó en que podría morir en alguna de aquellas batallas y que se limitó a desarrollar su trabajo al servicio de la ingeniería militar de los Estados Unidos. Hablaba bajo y con voz pausada, pero con dominio de los detalles. Sus ojos destellaban al vagar por sus recuerdos. Incluso me habló de otro marino salvadoreño, Arturo Novoa, con quien había tenido ocasión de encontrarse durante aquel tiempo de permanencia en la armada estadounidense.
Cientos de salvadoreños se enlistaron para marchar a los teatros de operaciones en Europa, África y el Pacífico sur, así como en las operaciones de fabricación de material de guerra y mantenimiento de buques y submarinos en California y Panamá. Para los que se iban a los frentes de guerra, había un seguro de vida por 10,000 dólares o 25,000 colones, mientras que los que retornaban tenían el camino expedito para solicitar la residencia y nacionalidad estadounidense. Sin embargo, no fueron pocos los que decidieron mejor retornar a la patria salvadoreña, como fue el caso del soldado Canales Espinoza.
Él y otros excombatientes que tomaron parte en la Segunda Guerra Mundial, Corea y Vietnam asistieron a la primera conmemoración del Día de los Veteranos, que se desarrolló en el interior de la fortificada Embajada de los Estados Unidos, en la mañana del lunes 12 de noviembre de 2001. Fue la última vez que lo vi. Falleció de un ataque fulminante al corazón, el domingo 23 de septiembre de 2007 y su cuerpo descansa en el cementerio privado Jardines del Recuerdo, al lado de su esposa, fenecida seis meses antes. La casa tecleña donde lo visité ahora es ocupada por un negocio.