El Salvador tiene historia, dolorosa en su mayoría. Pero no nos cansamos de repetir sus pasajes sombríos y condenables como, por ejemplo, el de la dictadura del siglo veinte encabezada por Maximiliano Hernández Martínez. De ese pasado, mayo me evoca su caída en 1944 cuando ‒forzado por una huelga de brazos caídos, el retiro del beneplácito estadounidense y el descontento oligárquico‒ no tuvo otra más que renunciar. Por él, como ha ocurrido y ocurre con cualquier autócrata de izquierda o derecha, habría seguido encaramado en el poder. De mayo resuenan en mi memoria, además, dos eventos condenables: la masacre en el atrio de la catedral metropolitana en 1979 y otras atrocidades sucedidas entonces, junto al vil asesinato de Roque Dalton en 1975 ‒en el día de la madre‒ a manos de quienes él creía eran sus “camaradas”。
Esas efemérides cumplieron 46 y 50 años respectivamente, con un denominador común: la impunidad prevaleciente hasta la fecha en favor de sus responsables, impidiendo impartir justicia y repararles los daños a las familias de las víctimas. No faltará quien diga que ya no joda con ese lejano pasado, que viva el presente y “tire pa’lante”. El problema es que lo que acontece ahora nos presagia la recreación de las mismas cagadas y la posibilidad de que la situación se agrave quién sabe hasta qué nivel, pues continúa pasando lo que siempre he sostenido: nuestra rueda de la historia se mueve sin avanzar, porque su eje es el de la mencionada impunidad para quienes –directa o indirectamente– utilizan el poder en favor de sus intereses, conspirando contra un lejano bien común。
En serio, lo que acontece actualmente no es motivo para el optimismo y menos para festejar. Bien dice mi exjefe, Rodolfo Cardenal, que a Bukele se le torció el rumbo. Y es que –como indica el dicho popular– “árbol que nace torcido, crece torcido”. El problema son las consecuencias nada promisorias que nos anuncian sus sombras nebulosas y peligrosas。
Y es que, como muchas y muchos, incursionó en la política por el lado chueco desde el 2011 sembrado como candidato a alcalde de Nuevo Cuscatlán y agarrado de la bandera del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, al cual no solo le dio la espalda sino que terminó empujándolo al precipicio electorero tras haber sido trasplantado como su candidato victorioso en el 2015 a la municipalidad más importante del país: San Salvador。
La primera alcaldía mencionada gobierna una superficie de apenas 15 kilómetros cuadrados, ocupados por menos de 13 000 habitantes. Pero ese fue el terreno fértil para plantar la semilla y crecer, para luego extender sus ramas hasta la de la ciudad capital. Entre otros “frutos”, desde esta última nos heredó una deuda enorme adquirida para montar uno de sus proyectos “insignia” que terminó siendo parte de una desilusionante pero muy publicitada cosecha: el mercado “Cuscatlán”。
Y agrandó su tamaño hasta convertirse constitucionalmente en presidente de la república, incumpliendo promesas como la de su afamada Comisión Internacional contra la Impunidad en El Salvador ‒la CICIES‒ creada esencialmente para combatir la corrupción; pero la desapareció cuando esta recién empezaba a querer podar los tallos ponzoñosos de su administración. Además, pedaceó las municipalidades y se ensañó con la Universidad de El Salvador al incumplir la retahíla de promesas que en campaña llegó a hacer a su campus y, además, retenerle fondos presupuestados; asimismo, desmanteló la institucionalidad del Estado y secuestró sus despojos, se reeligió violando nuestra carta magna y mantiene desde hace más de tres años un régimen de excepción pese a presumir haber mochado la mala hierba marera。
La lista es mucho más extensa, como extensa es también la reserva de la información pública. Esto último, acompañado de su millonario despliegue publicitario, le funcionó por un tiempo para aparecer como el maravilloso gobernante de un paraíso terrenal en el cual el único logro real es el de la drástica reducción de homicidios conseguida ‒tras haber maldecido a quienes antes lo hicieron‒ negociando con las altas jefaturas de la criminalidad pandilleril。
Pero dentro y fuera del país, como bien señala el padre Cardenal, está haciendo agua y apunta al fracaso de un desgobierno que ‒cuando caiga en un mayor desespero‒ revivirá lo que Roque le escribió a los policías y los guardias: “Siempre vieron al pueblo como un montón de espaldas que corrían para allá, como un campo para dejar caer con odio los garrotes”; al igual que en mayo de 1979, también “como el ojo de afinar la puntería. Y entre el pueblo y el ojo, la mira de la pistola o el fusil”. Pero ya conocemos el final de esa historia y...