Hay palabras que no solo se pronuncian. Se habitan. Se heredan. Se discuten. Se transforman. Y hay tres, en particular, que me han acompañado —con mayor o menor conciencia— durante toda mi vida: machismo, feminismo e igualdad de género.
La primera de ellas la escuché desde siempre. La segunda la fui aprendiendo, escuchando y asimilando observando a mujeres que luchaban (y aún continúan esa lucha) por ser oídas, por abrir caminos. Y la tercera, hace ya algunos años, empezó a sonar con más fuerza, impulsada —entre otros espacios— por la Agenda 2030 de las Naciones Unidas, que la hizo parte de una conversación más amplia, más global, más urgente.
Si vuelvo a las dos primeras, las defino desde donde no hay subjetividad: La Real Academia Española:
• Machismo: Actitud de prepotencia de los varones respecto de las mujeres.
• Feminismo: Principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre.
Dos definiciones claras. La primera no sufre cuestionamiento alguno. Arraigadísimo a la sociedad. La segunda ha sido manipulada, manoseada, prostituida, malentendida anque temida. Ambas profundamente necesarias para abrir este diálogo.
Soy Mariana. 58 años. Madre, emprendedora, trabajadora. Aventurera. Desafiante permanente del status quo, en todos los órdenes de la vida: social, político, económico. Soy católica creyente, feminista, convencida de la dignidad compartida entre los seres humanos. Creo firmemente también, que el mundo se transforma cuando hay intención genuina, conciencia despierta y coraje para mirar más allá de lo dado.
Cuestionadora comprometida de la distribución desigual de oportunidades en un mundo desbordado de recursos. Y también soy una incansable buscadora: de blueprints, de personas con vocación genuina. De hombres y mujeres que luchan desde la paz. Que regeneran. Que no se rinden. Que intentan, todos los días, crear un mundo más justo.
Viví en países profundamente machistas y en otros con mayores avances en igualdad. Y desde este lugar, con esta voz que traigo —vivida, sentida, aprendida— es que hoy hago esta reflexión:
Como cada vez más defensora del feminismo en su más pura expresión, siempre me pregunto por qué cuesta tanto aceptar esta igualdad. Y creo que es porque aún no se logra interiorizar verdaderamente lo que representa. No es una idea, ni un concepto académico, ni un eslogan de campaña. Es una forma de mirar la vida y a la humanidad. Y si no se la habita desde adentro, con honestidad, con preguntas reales, con coraje emocional, no puede transformarse en una verdad compartida.
Tal vez el mayor desafío es que las mujeres en general hemos evolucionado —sin dejar de lado nuestra esencia, sin perder ternura ni profundidad—, mientras muchos hombres siguen arraigados a costumbres, mandatos, mitos y superficialidades que no logran soltar, porque hacerlo implicaría, creo yo, cuestionar el modelo en el que fueron criados y adentrarse a un espacio que no es fácil. Y personalmente siento que esta bifurcación de caminos de estancamiento y crecimiento nos está apartando abismalmente.
No escribo esto para enseñar, corregir ni liderar desde arriba. Escribo desde una voz que nace de lo vivido, de lo sentido, de lo transformado. Una voz femenina que no quiere imponer, pero sí decir. Que no busca convencer, pero sí invitar.
Porque algo profundo ha cambiado en nosotras. No solo en nuestras decisiones laborales o en cómo criamos a nuestros hijos. Cambió la forma de mirar la vida. Cambió el centro. Nos corrimos del hacer constante, del deber ser, de los modelos heredados. Fuimos hacia adentro. Y allí descubrimos otra manera de habitar el mundo: más conectada, más consciente, más espiritual. Mas seguras de nuestras capacidades y de que junto a lo ya logrado podemos ayudar a construir una sociedad más justa, más equitativa, más humana y con mejores oportunidades para todos. Siendo también protagonistas. No ya actrices de reparto.
Y desde ese lugar, sentimos que llegó el momento de compartir este nuevo lenguaje con quienes han sido educados bajo el mandato de lo masculino. No para que se adapten a nosotras. No para que se repriman ni se culpen. Sino para que despierten, también, a una nueva forma de vivir y estar en el mundo.
Porque, aunque la sociedad ha evolucionado, muchos hombres aún llevan sobre sus hombros mandatos que los estancan y los frenan de evolucionar hacia una vida más auténtica, más genuina: — el deber de ser fuertes siempre, de no mostrar dudas, de tener el control, de no necesitar a nadie, de jamás mostrarse como son, sin miedo a ser tildados de débiles, de medir su valor por el éxito material y donde no conseguirlo implica ser rotulados como fracasados. Estos mandatos que vienen de siglos pasados, sin duda también duelen. También agotan. Y alejan de lo real.
Y quizás lo más profundo de todo esto es que, al estar tan atados a esas expectativas externas durante gran parte de sus vidas, quedan tan desconectados de sí mismos: De su verdadero yo, de su sensibilidad, de una espiritualidad que no tiene que ver con religión, sino con sentido, propósito, y con el valor de habitar la vida desde un lugar más verdadero. Y en este paradigma esa conexión interior ya no es una opción: es una necesidad.
Y estoy convencida que esta nueva autenticidad y desmitificación del verdadero sentido del hombre, puede ser el puente hacia una igualdad más real, más profunda.
Queremos abrir un espacio nuevo. Donde puedan dejar caer esas capas sin sentir que pierden su dignidad. Donde puedan habitar su sensibilidad, su ternura, sus miedos, sin vergüenza. Que entiendan de una vez por todas que ser vulnerables no es debilidad. Es el acto más valiente de quien se atreve a ser verdadero. Que finalmente entiendan que en la vida puedan sostener y también ser sostenidos. Que puedan liderar y a veces ser guiados. Que visualicen el hogar, esa primera escuela de humanidad, como un proyecto compartido. Porque en un hogar un padre y una madre tienen el mismo valor. Ninguno es más importante que el otro. Cada uno, desde su singularidad, es imprescindible.
Y donde amar, acompañar, enseñar valores... no sea "ayudar", sino ser parte.
La verdadera igualdad de género no se alcanza simplemente al darnos acceso a nuevos puestos laborales ni al prohibir gestos que ya no representan este tiempo. Eso es apenas la superficie. La transformación no es sólo legal o laboral, es cultural y cotidiana.
No queremos que desaparezca lo masculino, ni que se apague su fuerza. Queremos que esa fuerza se conecte con algo más profundo: con la conciencia, con el alma, con la capacidad de sentir y de darse con autenticidad. Queremos personas verdaderas, completas, con profundidad, no modelos repitiendo guiones antiguos.
Porque esta nueva etapa no es un enfrentamiento entre géneros. Es una reconciliación. Es el momento de dejar atrás mitos, mandatos, tradiciones que ya no nos representan. Es momento de salir juntos a crear nuevos hitos, nuevas formas, nuevas verdades, nuevos diálogos y nuevos espacios compartidos.
Desde esta voz femenina —que representa, creo yo, el sentir de muchas mujeres — sin duda estamos listas para construir lo nuevo. Pero como menciono, esto es una tarea compartida.
La igualdad real, no es un destino que una parte concede y otra alcanza. Es un camino que solo se puede recorrer todos juntos como sociedad, pero nace desde la individualidad de cada uno, desde el convencimiento, con respeto mutuo, con escucha, con coraje.
Aclaro nuevamente esto no es una lucha, es una invitación a despertar.