¿De ser hijo de Roberto Emilio Cuéllar Milla, secretario general de la Universidad de El Salvador durante el rectorado del también abogado Napoleón Rodríguez Ruiz? A ambos los apalearon, encarcelaron y torturaron en la Policía Nacional durante la toma violenta de nuestra alma mater ordenada ‒iniciando septiembre de 1960‒ por el teniente coronel José María Lemus, derrocado días después.
¿De ser hijo del síndico municipal en la primera administración del alcalde José Napoleón Duarte, de 1964 a 1966, cuando la democracia cristiana realmente era oposición? ¿De ser el cuarto vástago, entre seis, de uno de los fundadores de ese partido? ¿De permanecer nueve meses en el vientre de la maravillosa doña Lydia, hace más de 69 años? Si es por algo de eso, estoy orgulloso de haberlo vivido y de permanecer fiel al legado de mis progenitores.
¿Me achacarán ser hermano de Roberto Joaquín, fundador y director del Socorro Jurídico Cristiano cuya encomiable labor inició en el Externado de San José ‒colegio jesuita‒ días después de la masacre del 30 de julio de 1975 ocurrida en sus alrededores? ¿Me señalarán porque él y sus colegas fueron llamados en marzo de 1978 por el cuarto arzobispo de San Salvador, monseñor Óscar Arnulfo Romero, para acompañar su inquebrantable defensa de las víctimas pues eran ‒en sus palabras‒ “un equipo honrado de abogados y de estudiantes de derecho”? ¿Me imputarán complicidad con Beto mientras dirigió por años el Instituto Interamericano de Derechos Humanos desde Costa Rica o, en ese mismo país hermano y el nuestro, la Oficina de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura?
¿De andar siguiendo a José María Cabello –jesuita español y “temido” profesor de Química– en “La Tutunichapa" y otras “zonas marginales”, como las llamaban? ¿De impulsar la organización popular en “La Fosa”, “La Nicaragua”, “La Quiñonez”, “Las Palmas” y demás bastiones de la Unión de Pobladores de Tugurios? ¿De manifestarnos gritando a todo pulmón “¡U, U, UPT!”? ¿De tener algún protagonismo en la marcha de la Coordinadora Revolucionaria de Masas el 22 de enero de 1980 o en el funeral de monseñor Romero el 30 de marzo del mismo año, ambas gestas reprimidas por la tiranía?
¿Por autoexiliarme a finales de 1983, al no ser “bien visto” por uno y otro bando ya en guerra? ¿Por ser cofundador del primer organismo de la Orden de Predicadores dedicado a defender y promover los derechos humanos en México? ¿Por capitanear allá el “Vitoria”, integrado por queridos frailes dominicos y un laicado comprometido, desde noviembre de 1984 hasta diciembre de 1991?
¿Querrán incriminarme por retornar al terruño para dirigir el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, el IDHUCA, días antes de la firma del “Acuerdo de Chapultepec”? ¿O por ocupar ese cargo más de dos décadas, hasta el 31 de enero del 2014? Quizás me culparán de acompañar víctimas en casos sonados como el de la violación y el asesinato de Katya Miranda junto al de la muerte violenta de Adriano Vilanova, culminado con el encarcelamiento –creo que por primera vez‒ de varios integrantes del entonces nuevo y no tan maleado cuerpo policial.
¿Peligraré por apoyar a la madre y el padre de Ramón Mauricio García Prieto hasta lograr acá la condena de dos de sus ejecutores materiales junto a la del Estado en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, al no investigar la autoría intelectual del crimen? ¿Por conseguir que se enjuiciara y sentenciara a El Salvador en ese tribunal regional debido a la desaparición forzada de mi prima Patricia Cuéllar, su papá y Julia Orbelina Pérez?
¿O por inventarnos el Festival Verdad y traer al mismo personajes como Robert White ‒embajador estadounidense cuando martirizaron a nuestro santo‒ y al juez Baltazar Garzón, entre tantas figuras dignas de ser aplaudidas por su compromiso con la verdad y la justicia. ¿Porque vinieran Luis Eduardo Aute, el Quinteto Tiempo, Los Guaraguao, Daniel Viglietti, Panteón Rococó, Adrián Goizueta, los hermanos Mejía Godoy y más artistas solidarios a los conciertos de ese evento? ¿Me querrán joder por impulsar el Tribunal internacional para la aplicación de la justicia restaurativa en El Salvador, creado ante el hasta ahora inaceptable desprecio oficial de las víctimas de antes y durante la guerra?
¿Me perseguirán quizás por acompañar y proteger familiares de víctimas de las maras como pasó cuando fue asesinada atrozmente la adolescente Alisson Renderos, campeona estudiantil regional de lucha olímpica? ¿Se acuerdan? ¿Por agruparnos junto a otras víctimas demandantes? En fin, no sé si me quieran fregar. Ojalá no. Pero quienes intentamos defender derechos humanos en El Salvador estamos hoy, sin duda, en libertad condicional.