Recientemente, el mundo se conmocionó con el asesinato de un activista norteamericano durante una presentación universitaria. La noticia inundó las redes sociales y se convirtió en tema de conversación para millones de personas en todo el mundo. Las reacciones no se hicieron esperar y, como los temas que abordaba el activista, la polarización ha sido extrema.

Este hecho me llevó a reflexionar sobre el verdadero objetivo de un diálogo. Con frecuencia, las discusiones cotidianas se reducen a defender posturas preconcebidas o puntos de vista opuestos, donde lo único que se logra es levantar la voz y, en el peor de los casos, llegar a episodios violentos.

Sin necesidad de recurrir a casos tan extremos, he observado que muchas discusiones ordinarias surgen por malentendidos o por asuntos poco relevantes. Sin embargo, los ánimos se caldean, se pierde la perspectiva del tema y las conversaciones derivan en agresiones personales o en intentos de desacreditar al interlocutor. Es lo que se denomina la falacia ad hominem que es un tipo de argumento lógico que ocurre cuando alguien ataca a la persona que hace un argumento en lugar de atacar el argumento en sí. Es decir, en lugar de analizar la validez o evidencia de lo que se dice, se descalifica al interlocutor para debilitar su posición.

A menudo, las personas que discuten piensan tener la razón absoluta y, al sentirse en posesión de la verdad, la defienden con vehemencia sin detenerse a escuchar el punto de partida de quien tienen delante. Muchas veces se está defendiendo el mismo argumento, pero desde perspectivas distintas.

Al reflexionar sobre esto, recordé lo que alguna vez leí acerca del método escolástico o las discusiones medievales, especialmente en el ámbito académico y filosófico, que marcaron el desarrollo intelectual de Europa en universidades y escuelas monásticas. A estas se les denominaba disputationes.

Estas disputationes eran debates formales, cuidadosamente estructurados, cuyo fin era buscar la verdad a través de la lógica, la argumentación y la autoridad de los textos clásicos. No se trataba de “ganar” una discusión, sino de esclarecer la verdad sobre la cual se dialogaba.

El proceso comenzaba con la formulación de la quaestioquodlibetalis, o status quo de la cuestión presentada por un maestro o moderador. Este exponía brevemente el tema y ofrecía los antecedentes necesarios, apoyándose en distintos argumentos. Una vez acabada la disertación, el respondens, que había escuchado con atención y comprendido lo expuesto, debía resumir fielmente lo dicho por el ponente, pidiendo su confirmación: “Lo que has querido decir es…”. Solo cuando el ponente principal validaba el resumen y certificaba que se había comprendido correctamente lo argumentado, se permitía iniciar la contraargumentación. En caso contrario, el ponente repetía o aclaraba sus argumentos.

Solo con la venia del ponente se le permitía al respondens rebatir lo expuesto. Antes de eso, cualquier discusión carecería de sentido, pues se hablaría de temas distintos.

El intercambio de razones y objeciones se hacía mediante silogismos y reglas de lógica formal, con intervenciones claras y fundamentadas. Lo esencial no era defender ideas previas, sino iluminar la verdad. Al final, el moderador ofrecía una determinatio, es decir, una resolución definitiva que explicaba por qué ciertos argumentos era más sólidos y, cuando era posible, conciliaba las posturas enfrentadas.

Un ejemplo clásico de este método se encuentra en la Summa Theologica de Tomás de Aquino, donde cada cuestión se desarrolla presentando primero el tema a tratar, luego las objeciones que se han presentado a lo largo de la historia, seguidas de la exposición de cada objeción (sed contra), la propuesta de una solución que tenía en cuenta todas las objeciones previas y, finalmente, una respuesta cuidadosamente argumentada.

Las disputationes medievales fueron un ejercicio riguroso que combinaba lógica, autoridad y fe en la búsqueda de la verdad. Su legado perdura en la filosofía, la teología y la educación, recordándonos que discutir no debería ser un acto de confrontación, sino un camino compartido hacia la claridad.

Si nos acostumbráramos a escuchar y entender el punto de vista de la otra persona, muchas discusiones podrían evitarse, y descubriríamos que muchas veces estamos de acuerdo más de lo que creemos.

*El padre Fernando Armas Faris es sacerdote católico y doctor en filosofía