En El Salvador, durante los primeros días del mes de agosto, las calles se llenan de luces, desfiles, ferias y procesiones que conmemoran una de las solemnidades religiosas más reconocidas en el calendario nacional: la fiesta en honor al Divino Salvador del Mundo. Esta celebración, cargada de simbolismo y tradición, rememora el momento de la Transfiguración del Señor Jesucristo en el Monte Tabor, evento registrado por los evangelios sinópticos (Mateo 17:1-9; Marcos 9:2-8; Lucas 9:28-36), en el cual el Hijo de Dios manifestó su gloria eterna a tres de sus discípulos.
En ese monte, por unos breves momentos, la carne fue transformada por la gloria, y los ojos de los Apóstoles que se encontraban ahí contemplaron a Jesús que vendrá en majestad. Sin embargo, en medio del bullicio festivo, de los actos litúrgicos y de las manifestaciones culturales, se corre el riesgo de perder de vista el mensaje central de salvación: y que solo aquellos que estén preparados —no en religión, sino en comunión viva— serán partícipes de ese glorioso acontecimiento. Esta esperanza bienaventurada se conoce como el “arrebatamiento de la Iglesia” y su inminencia es más urgente que nunca.
La Transfiguración fue un anticipo celestial, una revelación momentánea de la majestad del Señor Jesucristo. Su rostro resplandeció como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Fue una manifestación gloriosa de su deidad y una confirmación de su identidad como el Hijo amado del Padre. En este sentido, la Transfiguración no fue un espectáculo religioso, sino una preparación escatológica para lo que ha de venir: el retorno glorioso del Salvador del Mundo. El apóstol Pedro, testigo ocular de ese momento, lo conectó directamente con el regreso del Señor.
“Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad” (2 Pedro 1:16). Así como el Salvador fue transfigurado ante sus discípulos, así también la Iglesia será transformada en un abrir y cerrar de ojos (1 Corintios 15:52), cuando suene la trompeta final y seamos arrebatados para encontrarnos con el Señor en el aire (1 Tesalonicenses 4:16-17). La Transfiguración, entonces, es una sombra anticipada de la que había de ser con el retorno del Señor Jesucristo en gloria.
El Salvador del Mundo no busca devotos tradicionales, ni fervor efímero en agostos festivos. Él busca una Iglesia santa, vigilante y sin mancha, preparada como una esposa ataviada para su Esposo (Apocalipsis 19:7-8). Es aquí donde debemos confrontar una dolorosa realidad: la vida cristiana a medias no alcanza para el arrebatamiento. En tiempos de celebraciones religiosas, muchos se congregan, marchan, visten túnicas, levantan imágenes y proclaman con los labios que Jesús es el Salvador. Pero la Escritura advierte con severidad: “Este pueblo de labios me honra; Mas su corazón está lejos de mí.” (Mateo 15:8)
Un cristianismo cultural, heredado, ritualista o superficial no transforma el corazón. Y si el corazón no ha sido regenerado por el Espíritu Santo, esa persona será dejada atrás cuando el Salvador venga por los suyos. La parábola de las diez vírgenes (Mateo 25:1-13) nos recuerda que todas esperaban al Esposo, pero solo las prudentes entraron. Las otras llegaron tarde, no por falta de religión, sino por falta de comunión verdadera. De modo que el arrebatamiento es el acto soberano de Dios para librar a la Iglesia verdadera del juicio venidero (cf. Apocalipsis 3:10; 1 Tesalonicenses 5:9).
Este evento será repentino, glorioso e irreversible. Y sucederá antes del derramamiento de la ira divina sobre el mundo impío durante la Gran Tribulación. En el contexto salvadoreño, donde se celebra cada 6 de agosto al Salvador del Mundo, deberíamos preguntarnos con honestidad: ¿Estamos preparados para encontrarnos con ese Salvador cara a cara? ¿O solo le damos honor en actos públicos, mientras en lo íntimo vivimos para nosotros mismos?
Muchos celebran la Transfiguración de Jesús, pero rechazan ser transformados por Él. Lo quieren glorioso en la imagen, pero no como Señor en su conciencia y decisiones.
Lo veneran en procesión, pero lo niegan en sus acciones diarias. Las fiestas pueden ser ocasión para el ocio, pero también pueden ser puertas abiertas a la reflexión espiritual. Hoy más que nunca, El Salvador —la nación toda— necesita volver al Señor Jesucristo— no como íconoreligioso, sino como Redentor personal. El llamado no es a conmemorar un evento pasado, sino a prepararse para un evento futuro: Su venida inminente. “Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor.” (Mateo 24:42)
Ser cristiano no es portar una túnica un día al año, sino vivir crucificado con Cristo cada día (Gálatas 2:20). El Salvador del Mundo merece más que una fiesta anual: merece una vida entera rendida a su voluntad, bajo la guía del Espíritu Santo, y esperando su regreso con anhelo. Mientras El Salvador se viste de fiesta y eleva la mirada hacia una imagen del Señor Jesucristo transfigurado, los cielos están a punto de abrirse para una transformación mayor: la del arrebatamiento de la Iglesia fiel. La venida del Señor está cerca, y la pregunta que cada alma debe hacerse no es si participará en la procesión, sino si participará en la gloria.
Hoy, en esta tierra llamada “El Salvador”, no basta con celebrar al Salvador del Mundo. Es necesario obedecerle, amarle, servirle y esperarlo.
Que este tiempo de festividad se convierta en un clamor de santidad, un altar de arrepentimiento y una vigilia de esperanza. Porque la trompeta está por sonar, y solo los transformados verán su gloria. “Y todo aquel que tiene esta esperanza en Él, se purifica a sí mismo, así como Él es puro.” (1 Juan 3:3)