Cuando se firmó el acuerdo inicial de la negociación entre las partes beligerantes para terminar el prolongado conflicto militar que tuvo lugar en nuestro país de enero de 1981 a enero de 1992, aún estaba fresca la sangre derramada por la población civil no combatiente y las tropas de los bandos enemigos durante la mayor ofensiva insurgente lanzada en noviembre de 1989.
Antes de comenzar esa confrontación armada, El Salvador había sido escenario de una guerra sucia estatal contra su gente –organizada o no– y de la guerra de guerrillas desatada por grupos rebeldes durante la década de 1970, previo a su unificación en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Sumido en esa crecida vorágine de dolor y muerte sucedida hace 36 años, un hecho crucial para definir el rumbo del país fue sin duda la masacre consumada por miembros del ejército gubernamental en la residencia jesuita ubicada dentro de la casa de estudios superiores de dicha congregación.
En ese entonces yo residía en México. Nunca hubiera imaginado que llegaría a ocupar el lugar de Segundo Montes, uno de los seis curas asesinados durante ese repudiable suceso aún impune, en la dirección del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (IDHUCA). Pero así fue. Tomé posesión del cargo el 6 de enero de 1992, diez días antes de suscribirse el compromiso final de paz en el Castillo de Chapultepec ubicado en el fenecido Distrito Federal del país hermano. Con este concluía la discusión de los temas sustantivos fijados para alcanzar el alto al fuego en nuestra tierra.
El primero de dichos convenios fue suscrito en Ginebra, Suiza, el 4 de abril de 1990. Hace ya más de 35 años, en presencia del entonces secretario general de la Organización de las Naciones Unidas: Javier Pérez de Cuéllar. Respondiendo a la solicitud de los presidentes centroamericanos de la época y por mandato del Consejo de Seguridad del organismo internacional que encabezaba, este diplomático peruano asumió ser el auspiciador de un proceso que tendría como objetivos esenciales –además de poner fin a los combates entre los bandos enfrentados– democratizar el país, garantizar el irrestricto respeto de los derechos humanos y reunificar nuestra sociedad, sin precisar cuándo había estado “unida” ni cuándo se rompió tal condición.
A estas alturas de nuestra historia, es posible asegurar que el primero de esos componentes del proceso pacificador se cumplió casi impecablemente. Que yo sepa, nunca se disparó un proyectil desde uno de los bando enfrentados contra alguien hasta hacía poco considerado enemigo. No obstante, hubo asesinatos de algunos dirigentes políticos de izquierda como –por ejemplo– el de Francisco Velis el 23 de octubre de 1993 y el de Mario López el 9 de diciembre del mismo año; también se registraron un par de atentados contra María Marta Valladares, más conocida como Nidia Díaz. Estas víctimas eran dirigentes del Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC), una de las organizaciones integrantes del FMLN, lo que generó la sospecha de que dichos actos criminales tuvieron que ver con venganzas de ciertas familias pudientes afectadas por ese grupo guerrillero durante el conflicto materializadas por “escuadrones de la muerte”.
Pero los otros tres ingredientes de la fórmula pacificadora no se concretaron y por eso falló el “modelo”, pues la democratización y el respeto de los derechos humanos ayer y hoy debe trascender las formas. No basta que periódicamente la gente acuda a votar por candidatos impuestos desde la cúpulas de los partidos políticos y los dueños de estos, para hablar de lo primero. Eso fue lo que ocurrió en El Salvador de la posguerra y ocurre aún. Tampoco debimos darnos por bien servidos con el cese de las prácticas sistemáticas de graves violaciones de los derechos humanos por razones políticas, tanto estatales como guerrilleras. Su respeto irrestricto –tal como se formuló en el Acuerdo de Ginebra– abarca también los derechos económicos, sociales y culturales así como los llamados derechos de “la tercera generación”, entre los cuales cabe mencionar el derecho a un medio ambiente sano y ecológicamente equilibrado.
En los años más recientes, las muertes violentas intencionales se redujeron tras el baño de sangre de aquel último fin de semana de marzo del 2022; luego se instaló, para quedarse, el régimen de excepción del “bukelato” que ya sobrepasó los tres años y medio de “normalidad”. ¿Es ese el “modelo” bajo el cual deberemos subsistir o será más bien el de Romero, descrito en algún momento por “Chema” Tojeira? El “estructuralmente solidario, comprometido con la justicia y el cambio social, precisamente en estos nuestros días de desprecio y olvido de los pobres”. Este última es, en definitiva, el gran desafío.