El Viejo Mundo parece estar a punto de expirar, sin que el Nuevo Mundo termine de abrirse paso en nuestras vidas. Esa transición incompleta genera angustia en la conciencia colectiva. Con todo lo que estamos experimentando y percibiendo —guerras en varios continentes, desigualdad extrema, abusos de poder en múltiples países, el auge de gobiernos populistas—, muchos nos preguntamos si no estamos, en realidad, frente a un mundo fallido, donde la democracia ya no logra responder a las necesidades de nuestra era.
De acuerdo con sus teóricos, la democracia liberal moderna se sostiene sobre cuatro pilares fundamentales: participación ciudadana, limitación del poder, protección de derechos y un gobierno responsable ante el pueblo. Sin embargo, en la práctica —tanto a nivel global como en nuestro propio país— vemos cómo el sistema ha sido secuestrado por élites, tanto internacionales como locales (Elon Musk y sus compinches incluidos). La desigualdad estructural se mantiene férreamente resistente al cambio; el populismo y la manipulación avanzan a pasos agigantados, acompañados del debilitamiento institucional, la corrupción extendida y la falta de independencia judicial. Y, quizá lo más preocupante de todo, se profundiza la desafección ciudadana.
Los jóvenes en distintas partes del mundo han comenzado a cuestionar las democracias parlamentarias y a mostrar preferencia por sistemas de gobierno que perciben como más efectivos para responder a sus necesidades. Para estas generaciones, la democracia va perdiendo legitimidad como régimen, mientras emergen como alternativa modelos de gestión inspirados en las grandes corporaciones, cuya facturación supera en muchos casos el PIB de varios países y concentra un poder incluso mayor que el de muchos Estados. A este fenómeno se suma el progresivo y constante desprestigio de la clase política, lo que refuerza la desvalorización de la democracia como sistema.
¿Y nuestra democracia como esta?
Tras los Acuerdos de Paz de 1992, nuestra democracia aspiraba a consolidar un pluralismo político real, una auténtica separación de poderes y un Estado de derecho con instituciones independientes, todo ello sustentado en una amplia participación ciudadana. Sin embargo, la situación actual —más allá de lo visible, pues hay un sinnúmero de dinámicas ocultas en el “metaverso” político— constituye la antítesis de aquellas promesas.
Hoy observamos una marcada concentración del poder: el Ejecutivo domina la Asamblea, la Corte Suprema, la Fiscalía y los órganos de contraloría, debilitando casi por completo la noción de contrapesos. Si bien las elecciones aún persisten, las condiciones de competencia entre partidos están lejos de ser igualitarias. A ello se suma el debilitamiento extremo de la oposición política, lo que plantea serias dudas sobre la equidad del régimen electoral.
La altísima popularidad presidencial, sumada a los logros en materia de seguridad pública, otorga legitimidad a este modelo de gobierno. Por esa razón, la suspensión del régimen de excepción y la restitución plena de los derechos ciudadanos no parecen vislumbrarse en un futuro cercano.
Nuestra democracia atraviesa así un periodo de transición hacia un modelo híbrido, lo que algunos analistas denominan “autoritarismo competitivo” o “democracia iliberal”. El autoritarismo competitivo es un sistema político que se vale de las apariencias democráticas para legitimar un abuso del poder que impide una verdadera democracia con pluralismo político y controles efectivos. Este concepto fue introducido en 2002 por los politólogos Steven Levitsky y Lucan A. Way para describir regímenes híbridos que no son ni democracias plenas ni autocracias completas. Ejemplos claros de autoritarismo competitivo incluyen la Venezuela de Hugo Chávez, Perú bajo Alberto Fujimori, y hoy en día países como Hungría, Turquía y El Salvador, donde se observan desequilibrios en las instituciones, control sobre el poder judicial y medios de comunicación, y limitación a la competencia política real.
Siendo realista y semipesimista, no creo que se pueda revertir esta transición actual del sistema democrático en El Salvador. La mayoría de la ciudadanía en este país, de acuerdo con distintas encuestas de opinión, aprobamos la perdida de nuestros derechos a cambio de una seguridad restablecida. Una minoría, como es observable, continuara participando, sacándole el máximo provecho a los espacios imperceptibles de libertad y utilizando creativamente el espacio digital. Yo, continuare observando, tratando de comprender, y deseando a mi país y al mundo, el menor de los males.
* El Dr. Alfonso Rosales es médico epidemiólogo y consultor internacional