En los últimos años, hablar de inclusión financiera en El Salvador se ha convertido en un tema recurrente. Sin embargo, pocas veces nos detenemos a pensar qué significa realmente. Para muchos, inclusión es sinónimo de abrir una cuenta bancaria, usar una billetera digital o poder recibir pagos internacionales. Pero la inclusión verdadera va mucho más allá: implica comprender, aprovechar y beneficiarse de las herramientas financieras disponibles. Y aquí es donde entra el fintech, que no es solo tecnología aplicada a las finanzas, sino un ecosistema transformador con el potencial de cambiar vidas.

Para explicarlo, me gusta pensar en el fintech como un árbol. Un árbol que no puede crecer de la nada: necesita raíces sólidas. Las raíces representan el marco regulatorio claro que el Estado debe construir. Sin reglas claras, no hay confianza, y sin confianza, no hay innovación sostenible. A partir de estas raíces crece el tronco: la tecnología, que puede ser desarrollada localmente o llegar desde el extranjero, pero siempre se fortalece gracias a ese marco legal que la sustenta. Este tronco sostiene las ramas, que son los grandes productos financieros: pagos, ahorro, crédito, inversión. Y finalmente, las hojas: los productos específicos que usamos día a día, como apps de remesas, plataformas de microcréditos, seguros digitales o herramientas de inversión automatizada.

Pero si las raíces son débiles, el árbol entero tambalea. Por eso es tan importante que los países que aspiran a aprovechar el potencial del fintech, como El Salvador, empiecen por lo esencial: el marco legal y regulatorio. Solo a partir de ahí puede florecer la innovación tecnológica que da lugar a servicios financieros útiles, accesibles y seguros. Al respecto El Salvador ha sido consistente en la creación de un marco regulatorio amigable a las nuevas tecnologías, desde la regulación de Bitcoin hasta la inteligencia artificial, con enfoque en un nuevo mercado de capitales a través de los activos digitales, todo dentro de un marco de protección de datos y en un entorno plenamente adaptado a los requerimientos mundiales de prevención de lavado de dinero.

En el presente, en nuestro país, un pequeño empresario puede cobrar con QR desde su celular; un agricultor puede recibir pagos desde el extranjero sin intermediarios (reduciendo en más de un 75% el costo de las remesas tradicionales); un joven puede invertir fracciones de su ingreso en un fondo digital. Pero el acceso no garantiza inclusión si no hay comprensión. El tronco puede estar ahí, pero si no sabemos para qué sirven las ramas o cómo cuidarlas, nunca veremos frutos.

Por eso la educación financiera y tecnológica es el factor más importante de todos. No basta con poner productos al alcance de la población: hay que enseñar a usarlos con criterio. La inclusión será solo de forma, no de fondo, si las personas no comprenden los riesgos de endeudarse, la importancia del ahorro, las ventajas de diversificar o el funcionamiento básico de una transacción digital.

Es claro que para lograr la verdadera inclusión financiera y tecnológica es necesario contar una buena educación, que permita tomar decisiones informadas, con una base sólida. El reto está ahí y el gobierno junto con la empresa privada están tomando el testigo, invirtiendo por un lado en educación y por el otro en la creación de productos accesibles al ciudadano común.

Desde mi experiencia profesional y personal, una de las mayores satisfacciones que tengo es ayudar a personas y empresas a descubrir oportunidades que antes no existían para ellos. He visto cómo alguien aprovecha una solución fintech para hacer crecer su negocio, cómo una familia logra ahorrar por primera vez gracias a herramientas digitales, o cómo un emprendedor encuentra capital sin pasar por la burocracia bancaria. Cada historia me recuerda que sí estamos avanzando y que la tecnología, bien usada, puede ser un motor de desarrollo.

Pero también sé que el avance no debe hacernos perder de vista el objetivo: El Salvador no necesita parecerse a Singapur o Estonia. No tenemos que imitarlos. Debemos aspirar a ser nuestra mejor versión. Esa es la verdadera inclusión: un sistema financiero que funcione para nuestra gente, que respete nuestras realidades y que nos permita crecer con identidad propia.

*Héctor Torres, CEO TR Capital. Especialista en activos digitales y fondos de inversión