En la novela de Milan Kundera que inspira el título de este artículo, la "levedad" representa la libertad, el desapego amoroso y la renuncia al compromiso, mientras que la "pesadez" encarna la responsabilidad, el sufrimiento y la necesidad insoportable de buscar sentido. Esta tensión plantea una pregunta fundamental: ¿es preferible una existencia ligera, sin cargas ni anclas, o es precisamente el peso lo que otorga profundidad y significado a la vida? Trasladándonos al ámbito profesional, se manifiesta una dualidad parecida en el ejercicio de las ciencias sociales. La "levedad" puede entenderse como apertura a nuevas ideas, flexibilidad e irreverencia intelectual; la "pesadez", como el compromiso con el rigor académico y la aspiración de conferir un sentido trascendente a nuestra labor. El problema surge cuando adoptamos las formas más degradadasde ambos extremos: una levedad banal, sin fundamentos, y una pesadez dogmática, impermeable al diálogo, que debilita la credibilidad del quehacer profesional.
Aunque es difícil cuantificar la pérdida de confianza en la academia a nivel nacional, hay evidencia internacional que respalda esta preocupación. Datos del Pew Research Center, muestran que el porcentaje de estadounidenses que consideran que las universidades tienen un impacto positivo en el país cayó del 61% al 53% entre 2021 y 2024; además, durante este último año, un 45% expresó una opinión negativa. Esta disminución refleja, en parte, una creciente desconexión entre las instituciones académicas y las expectativas de la sociedad, así como su vulnerabilidad frente a discursos políticos que las presentan como adversarias. Al mismo tiempo, creadores de contenido sin formación especializada —los llamados "influencers"— han ganado terreno como referentes incluso en temas financieros. Un artículo del Wall Street Journal de 2025 señala que más del 40% de los estadounidenses menores de 35 años consideran los consejos de redes sociales como una fuente válida para tomar decisiones de ahorro e inversión. Esto refleja desconexión entre la voz tradicional del experto y las nuevas formas de autoridad en el espacio público.
La proliferación de los "influencers" no especializados trae consigo riesgos evidentes: desinformación, falsas correlaciones disfrazadas de causalidad, y una narrativa polarizante que simplifica la complejidad en eslóganes virales y, en algunos casos, fomenta actitudes intolerantes o agresivas en el debate. No obstante, el auge del internet y los creadores de contenido también ha traído al menos dos transformaciones altamente positivas. Por un lado, ha democratizado el acceso al conocimiento: millones de personas se sienten hoy habilitadas para participar en discusiones antes reservadas a élites académicas. Por otro, ha fomentado una desconfianza, en muchos casos saludable, hacia las verdades establecidas, alentando la búsqueda activa de perspectivas alternativas. Ambas transformaciones son relevantes pues la popularización del conocimiento ha sido, históricamente, el motor del progreso científico; mientras que el escepticismo crítico, su combustible más fértil.
Lamentablemente, desde el interior de la academia, muchas veces hemos respondido a la democratización del conocimiento con soberbia. En lugar de reconocer las limitaciones de nuestros marcos teóricos y asumir con humildad el reto de convencer a nuevas audiencias mediante argumentos sólidos y bien estructurados, preferimos atrincherarnos en la "pesadez" y descalificar opiniones contrarias como ignorantes o populistas. En no pocos casos, incluso llegamos a cancelar voces disidentes —por considerarlas reaccionarias o inconvenientes— sin detenernos a examinar las preguntas legítimas que planteaban. Con ello, lejos de fortalecer el sentido de nuestro quehacer académico, contribuimos a sembrar resentimiento, erosionamos el diálogo y devaluamos la profesión ante quienes buscaban razones, no decretos.
Bajo esta lógica, creímos que nuestro mensaje sería más persuasivo si lo envolvíamos en una retórica cargada de adjetivos políticamente correctos, subestimando los costos de una comunicación densa, reiterativa y fatigosa. En otras ocasiones, caímos en el automatismo de los diagnósticos-denuncia, asumiendo —sin evidencia suficiente— que nuestras consignas preferidas (llámense género, desigualdad, pobreza o libertad, por mencionar algunas) explican el origen y la solución de todos los problemas. En ese proceso, olvidamos el valor de la "ligereza" en su mejor expresión: la capacidad de distanciarse, dudar y desafiar nuestras propias certezas.
La lucha por el sentido —personal, profesional, académico— no se gana con irreverencia ni con el aprovechamiento de cualquier oportunidad para promover las agendas que más nos apasionan. La lucha por el sentido requiere buscar el equilibrio entre la"ligereza" y la "pesadez", entre la duda y la convicción, entre la sensibilidad crítica y el conocimiento técnico. Recuperar la credibilidad de la academia no implica ignorar los grandes problemas del mundo, sino resistir la tentación de degradar el abordaje científico por avanzar una consigna.
• Gabriel Pleités es doctor en Economía por la Universidad de Utah y consultor en temas de desarrollo y política pública.