Frente al establecimiento de un impuesto del 10 % a las exportaciones salvadoreñas y al abrupto debilitamiento del mecanismo migraciones/remesas —consecuencia directa de las políticas proteccionistas y antiinmigratorias adoptadas por la administración del presidente Trump—, se vuelve urgente no solo la formulación de una nueva política industrial, sino también el diseño de una política agrícola renovada, capaz de dinamizar de manera sostenida el sector agropecuario y devolverle su papel clave en la economía nacional.
Apostar por el turismo y por la construcción de un paraíso cripto-fiscal puede contribuir a diversificar la economía y atraer inversiones, pero estas apuestas, por sí solas, son claramente insuficientes para generar la cantidad de empleos decentes que el país necesita. Ninguna economía pequeña y abierta, como la salvadoreña, puede crecer de manera robusta y sostenida sin una base productiva sólida, capaz de generar niveles altos de valor agregado, aumentar las exportaciones, reducir los niveles de dependencia y absorber mano de obra de forma masiva. Para ello, tanto la agricultura como la industria son sectores esenciales y complementarios. Ignorarlos o seguir marginándolos equivale a renunciar a cualquier posibilidad real de desarrollo inclusivo y sostenible.
Durante la vigencia del modelo de industrialización por sustitución de importaciones (MISI) —el periodo de mayor crecimiento económico en la historia del país, con una tasa promedio anual del 5.5 %—, la política agrícola fue impulsada con retraso, y ese rezago tuvo consecuencias graves: el abandono del campo, el estancamiento rural y la creciente exclusión social se convirtieron en caldo de cultivo para el conflicto armado que estallaría más adelante. Repetir ese error en el contexto actual, marcado por el debilitamiento de los flujos migratorios, la disminución del FODES y la creciente vulnerabilidad alimentaria, sería no solo imprudente, sino francamente irresponsable.
Aun así, la experiencia del MISI ofrece lecciones valiosas. Durante ese periodo, el gasto público agropecuario se incrementó notablemente, llegando a representar cerca del 15 % del presupuesto nacional en 1974. El Ministerio de Agricultura y Ganadería fue reestructurado, y se crearon o fortalecieron instituciones claves como el Instituto Regulador de Abastecimientos (1953), la Escuela Nacional de Agricultura (1956), el Instituto Salvadoreño de Investigaciones del Café (1955), el Departamento Nacional del Café (DNC), la Dirección General de Investigaciones Agronómicas (DGIA), transformada en 1975 en el Centro Nacional de Tecnología Agropecuaria y Forestal (CENTA), y el Banco de Fomento Agropecuario (BFA) en 1973. Estas entidades promovieron la investigación científica, la transferencia tecnológica, el desarrollo de semillas mejoradas, la formación de técnicos y productores, y el acceso a crédito en condiciones favorables, lo que permitió ampliar la superficie cultivada y mejorar significativamente los rendimientos en rubros clave como el café, el algodón, la caña de azúcar y los granos básicos.
Como resultado, entre 1960 y 1980, El Salvador logró avances notables en materia de seguridad alimentaria. Los coeficientes de dependencia alimentaria —es decir, la proporción del consumo nacional cubierta con importaciones— se redujeron de forma sustantiva: en maíz, del 16.1 % al 3.7 %; en frijol, del 51.6 % al 3.4 %; en arroz, del 16.4 % al 8.9 %; en carne de res, del 3.8 % al 0 %; en huevos, del 0.6 % al 0.1 %; y en carne de aves, del 1.9 % al 0.2 %. El único rubro donde la dependencia aumentó fue el de los productos lácteos, cuyo coeficiente pasó de 21.3 % a 30.5 %. Estos logros no fueron casuales, sino fruto de políticas públicas coherentes, inversiones sostenidas y una institucionalidad que acompañó activamente a los productores.
Sin embargo, con el inicio de la guerra civil y, posteriormente, durante más de tres décadas de gobiernos orientados por principios neoliberales, la modernización y diversificación del agro dejaron de ser prioridad. El gasto público agropecuario cayó primero al 7 % durante el conflicto y luego se desplomó a apenas el 1 % en los últimos 25 años. A ello se sumó el desmantelamiento de las políticas de fomento productivo: se abandonaron los programas de investigación y extensión, se eliminó la prioridad de garantizar precios atractivos para los productores y justos para los consumidores, y se cancelaron las líneas de crédito a tasas preferenciales. En su lugar, se impulsaron programas como el “Paquete Agrícola” —centrado en la entrega de insumos mínimos— y más recientemente, la creación de “agromercados”, orientados más a aliviar la pobreza urbana que a reactivar la producción agropecuaria. El resultado ha sido el desvanecimiento de los avances en seguridad alimentaria y el registro de niveles de dependencia alimentaria sin precedentes.
La reconstrucción del aparato productivo nacional exige, sin ambigüedades, una nueva política agrícola. Esta debe ser ambiciosa en su alcance, moderna en sus instrumentos, inclusiva en su enfoque territorial y sostenida en el tiempo. Requiere de una institucionalidad fuerte, de una nueva generación de técnicos y extensionistas, de políticas crediticias específicas y de un marco regulatorio que proteja al productor y al consumidor. Más aún, debe estar alineada con una visión de país que reconozca que no hay desarrollo posible sin un agro dinámico, productivo y digno. En un contexto en el que las fuentes tradicionales de ingresos externos pierden fuerza, en el que el mundo experimenta crisis alimentarias cada vez más frecuentes y en el que la desigualdad territorial se profundiza, renunciar a una política agrícola transformadora sería condenar a amplias regiones del país a una marginalidad perpetua. El momento de actuar es ahora. Y el agro debe volver a ocupar el lugar que le corresponde en la agenda nacional.
*William Pleites es director de FLACSO El Salvador