El reciente discurso de Trump en Naciones Unidas, en el que cuestionó el desempeño de la ONU, no es un episodio aislado, sino el reflejo de una tendencia que probablemente continuará en la política internacional durante la próxima década: el cuestionamiento sistemático al valor de la ayuda exterior, al sector humanitario y a los organismos multilaterales que han sostenido la arquitectura global de la cooperación desde la Segunda Guerra Mundial. En este contexto, el sector humanitario enfrenta un reto fundamental: demostrar con hechos y cifras verificables por terceros —y no únicamente con principios— su impacto y relevancia.
Presentada como una defensa de los contribuyentes, la narrativa de que la cooperación internacional constituye un gasto inútil o poco transparente derivó en el cierre de USAID, la institución que más fondos destinaba a la ayuda humanitaria y al desarrollo a nivel mundial. En materia de salud, un artículo publicado en la prestigiosa revista científica “The Lancet” estimó que los programas de USAID habrían prevenido más de 91 millones de muertes en países de ingresos bajos y medianos entre 2001 y 2021. A ello se suman otros logros importantes, aunque no siempre verificables con el mismo rigor, en ámbitos como la educación, el crecimiento económico o la gobernanza. Sin embargo, los opositores de USAID argumentaban que la inversión respondía a agendas políticas contrarias a Trump, como la equidad de género o la atención al cambio climático, e incluso acusaban a la agencia de despilfarro o de ineficacia para frenar la migración irregular hacia Estados Unidos.
Esta narrativa probablemente persistirá en el espectro político de los países que actualmente asignan más recursos a la cooperación internacional. En Estados Unidos, Elon Musk, quien hoy aparece como el principal contrapeso a Trump dentro del Partido Republicano, estuvo personalmente detrás del recorte a USAID. En Europa y otras regiones, partidos populistas también cuestionan los compromisos globales en nombre de la prioridad de atender necesidades internas, poniendo en riesgo su disponibilidad futura de fondos de cooperación. En este clima, el sector humanitario corre el riesgo de perder legitimidad y financiamiento si no responde con pruebas contundentes de su utilidad y eficacia. Tradicionalmente, estas pruebas provienen de equipos de monitoreo y evaluación que trabajan para los proyectos, con la supervisión y orientación técnica de los donantes de fondos o las organizaciones ejecutoras.
No obstante, el reciente caso de USAID demuestra que la manera en que muchos donantes supervisan y distribuyen recursos necesita corregir problemas de asimetría de información derivados de un fenómeno conocido por los economistas como “riesgo moral”. Esto ocurre cuando un grupo con más información (los ejecutores de proyectos) tiene un incentivo (asegurar la continuidad de fondos) o un mecanismo de protección (el amparo de la agencia) que lo lleva a priorizar “resultados” medibles, pero no necesariamente significativos para un tercero (el congreso estadounidense). Los economistas utilizan este término no para juzgar la moralidad de los actores, sino para mostrar cómo la falta de alineación de objetivos entre ellos conduce a ineficiencias.
En otras palabras, es posible que más estadounidenses hubieran protestado contra el cierre de USAID si la agencia hubiese contado con más resultados verificables de efectos reales. Lamentablemente, muchos de sus proyectos se evaluaban mediante indicadores superficiales vinculados a acciones —como el número de vacunas administradas o las capacitaciones impartidas— en lugar de resultados finales, como la reducción de la mortalidad o el aumento de la alfabetización. Así, mientras era sencillo reportar cuántas personas asistieron a un curso, era mucho más difícil demostrar cuántas aprendieron realmente a leer o a escribir.
En defensa de las entidades ejecutoras, también es cierto que ninguna habría aceptado comprometerse a medir impacto sin contar con fondos suficientes para llevar a cabo evaluaciones que suelen ser onerosas, haciendo inviables proyectos altamente focalizados, pero de gran potencial. De ahí que la solución no pase por sustituir agencias ni demonizar a los ejecutores, sino por incorporar un nuevo actor que cierre las asimetrías de información y otorgue credibilidad a las evaluaciones.
La academia es un candidato natural para asumir ese rol, pues dispone de las competencias para que investigadores independientes desarrollen indicadores y validen datos confiables sobre el desempeño y los logros de los proyectos humanitarios e incluso de infraestructura. La responsabilidad de financiar este esfuerzo no debería recaer únicamente en los donantes, que ya enfrentan la presión de ajustar presupuestos limitados para atender múltiples crisis. Los gobiernos de los países en desarrollo, principales beneficiarios de la cooperación y al mismo tiempo quienes más arriesgan perder recursos, deben asumir un papel más activo. Una vía es la creación de oficinas nacionales de M&E con participación del Estado, la academia, el sector privado y la cooperación internacional. Estas oficinas generarían la evidencia que demandan los contribuyentes de los países desarrollados, aumentarían la transparencia en el uso de fondos y mejorarían la calidad de los proyectos futuros. Además, sus hallazgos podrían orientar con mayor eficacia la inversión pública interna hacia las comunidades que reportan mayores resultados.
La lección es clara: los cuestionamientos a la cooperación no desaparecerán. La respuesta no puede limitarse a la defensa retórica de principios humanitarios, sino a la construcción de evidencia sólida que demuestre su valor real. Solo una apuesta decidida por sistemas de monitoreo y evaluación robustos, capital humano especializado y mecanismos de validación internacional permitirá que la cooperación internacional evolucione y conserve legitimidad en un mundo polarizado que cada vez se asemeja más a una sabana.
En la naturaleza, el elefante ha sobrevivido gracias a una evolución que fortaleció su memoria colectiva y su capacidad de transmitir conocimiento entre generaciones. Esa herencia —recordar rutas de agua en sequías, identificar amenazas y sostener la cohesión de la manada— lo convirtió en un símbolo de resiliencia y de fuerza paciente en entornos cambiantes. El tigre de Bengala, por su parte, evolucionó hacia la agilidad y la potencia individual, perfeccionando la capacidad de imponerse sin depender de vínculos colectivos.
La cooperación internacional enfrenta hoy una disyuntiva semejante. Puede optar por el camino del elefante, evolucionando hacia una memoria institucional más sólida mediante sistemas de monitoreo y evaluación robustos, transparentes y validados por terceros, que refuercen su legitimidad en un entorno de escepticismo creciente. O, si fracasa en esta evolución, puede ser desplazada por modelos de ayuda más parecidos al tigre: veloces y eficaces en apariencia, pero menos comprometidos con la rendición de cuentas y con los principios democráticos que históricamente han sostenido el orden internacional.
*Gabriel Pleités, Ph.D. en economía por la Universidad de Utah.