En el escenario actual de la criminalidad económica en El Salvador, el fenómeno de las llamadas mulas financieras ha dejado de ser un asunto marginal para convertirse en un eje central de la discusión penal y social. Quienes prestan sus cuentas bancarias, ya sea por necesidad, descuido o codicia, se transforman en engranajes indispensables para la ejecución de delitos como el hurto informático, la estafa digital y, de manera ineludible, el lavado de dinero y de activos.
Ahora bien, conviene precisar que el hurto informático constituye una modalidad novedosa del apoderamiento ilícito en la cual el sujeto activo no sustrae físicamente el bien, sino que engaña y manipula a otras personas para que presten sus cuentas bancarias para desviar fondos hacia su propio beneficio o el de terceros. En este sentido, el artículo 10 de la Ley Especial contra los Delitos Informáticos y Conexos sanciona con penas de dos a cinco años a quienes manipulen sistemas para obtener ventajas indebidas, aumentando la sanción a cinco a ocho años cuando la conducta recae sobre instituciones bancarias o financieras. De ahí que cada transacción irregular ejecutada por medio de una cuenta bancaria prestada pueda constituir una modalidad agravada de hurto informático.
Todo ello afecta directamente la confianza del sistema financiero. Asimismo, la estafa digital merece atención particular. Conforme a la misma ley, se considera estafa aquella acción en que, valiéndose de artificios electrónicos o digitales, se induce a error a una persona para que disponga de su patrimonio en beneficio de otro. En consecuencia, las víctimas, seducidas por promesas de empleo, créditos o inversiones ficticias, transfieren dinero que, posteriormente, es canalizado a cuentas de mulas financieras. De esta forma, el prestador de la cuenta no es un mero observador, sino que se convierte en un intermediario esencial para consumar la apropiación ilícita.
No obstante, los delitos no se agotan en el hurto o la estafa. Por el contrario, los fondos obtenidos ilícitamente necesitan un proceso de blanqueo para ingresar al sistema formal. Aquí se vincula directamente la Ley contra el Lavado de Dinero y de Activos, que sanciona con penas severas a quienes, por sí mismos o por interpuesta persona, introduzcan, conviertan, transfieran, oculten o encubran bienes provenientes de actividades ilícitas. Las mulas financieras encajan en esta tipología, puesto que, al recibir en sus cuentas los fondos estafados, contribuyen a dar apariencia de legalidad a recursos ilícitos.
En otras palabras, son eslabones indispensables para la fase de colocación y estratificación que caracteriza el proceso de lavado de activos. De manera ejemplificativa, puede señalarse que los estafadores internacionales que operan desde plataformas digitales no podrían concretar sus ilícitos sin la participación de operadores locales que faciliten cuentas para el ingreso y la dispersión de fondos. Así, las mulas financieras se convierten en la interfaz entre el fraude digital y el sistema bancario formal. Por lo tanto, se vuelven un blanco para investigar por delitos informáticos.
En este punto, resulta oportuno retomar las declaraciones del Fiscal General de la República, Rodolfo Delgado, quien ha advertido que las personas que prestaron sus cuentas no deben considerarse víctimas ingenuas, sino cómplices activos de organizaciones criminales. Por esa razón, se ha otorgado un plazo hasta el 30 de septiembre para que comparezcan voluntariamente ante la Fiscalía. Este ultimátum reviste relevancia no solo como política criminal, sino también como una medida de oportunidad para identificar los que fueron engañados y llegar así al núcleo de los cabecillas.
De manera, que el papel de las denominadas mulas financieras debe ser analizado con el rigor jurídico que exige la protección del orden económico, pero también con la sensibilidad social que demanda una sociedad marcada por la desigualdad, la necesidad y, en muchos casos, la falta de oportunidades. No cabe duda de que estas personas se encuentran en el punto de convergencia de delitos graves como el hurto informático y la estafa informática (art. 10 y 14 de la Ley Especial contra los Delitos Informáticos y Conexos), y el lavado de dinero y de activos, cerrando así el círculo de la criminalidad económica contemporánea.
En este punto, el derecho no puede confundirse en su misión: criminalizar al débil equivale a oscurecer el verdadero objetivo de la justicia, que es desmantelar las estructuras delictivas y proteger a la sociedad. El ultimátum fijado por la Fiscalía, que exige la comparecencia voluntaria antes del 30 de septiembre, debe interpretarse en clave de prudencia procesal: es, a la vez, un llamado a la responsabilidad ciudadana y una invitación a la transparencia. La cooperación voluntaria, lejos de ser una admisión de culpabilidad, puede convertirse en la llave maestra para reivindicar la dignidad de quienes fueron utilizados como instrumentos del fraude y, al mismo tiempo, en un mecanismo eficaz para la desarticulación de redes delictivas transnacionales.
Por ello, la justicia salvadoreña se enfrenta a un reto sofístico: mantener la firmeza sin perder la humanidad; castigar al culpable sin herir al inocente; perseguir al delincuente sin arrastrar a la víctima. En efecto, la necesidad y la ingenuidad pueden explicar la participación involuntaria; la colaboración voluntaria puede reivindicar a quienes fueron víctimas; y solo una justicia capaz de distinguir entre quienes engañaron y quienes fueron engañados será digna de ese nombre.
En definitiva, el mensaje debe ser diplomático pero categórico: la ley debe actuar como espada frente al dolo, pero como escudo frente a la vulnerabilidad. Así, El Salvador no solo mostrará su compromiso con el combate a la criminalidad económica, sino también con los valores más elevados de un Estado de Derecho: la proporcionalidad, la equidad y, sobre todo, la humanidad.