No es fu00e1cil encontrar obituarios balanceados cuando mueren ciertos personajes pu00fablicos. A algunos se les elogia o se les desprecia, a veces sin matices, dependiendo del radicalismo ideolu00f3gico de quien escriba sobre ellos. En ocasiones, esas palabras un tanto apresuradas, hilvanadas por periodistas y columnistas al hilo del fallecimiento reciente, nos hablan mu00e1s de sus autores —de sus filias y fobias— que de las figuras reseu00f1adas. No ha sido distinto con el ex presidente uruguayo Pepe Mujica, vu00EDctima del cu00e1ncer el 13 de mayo.
Abro la versiu00f3n digital de un medio que incluye la palabra “derecha” en su nombre y me encuentro el siguiente encabezado: Pepe Mujica, el hombre que ocultó un pasado manchado de sangre y violencia. En el texto se critica el perfil de “campesino sabio” y “abuelo pacifista” que se ha “vendido” del antiguo líder de los tupamaros, recordu00e1ndonos que su organizaciu00f3n guerrillera fue responsable “de múltiples actos de violencia armada en las du00e9cadas de 1960 y 1970”. Mu00e1s adelante la nota afirma que Pepe “no mostró un solo gesto de arrepentimiento por sus cru00edmenes” ni pidió perdón a las vu00edctimas de sus atentados. La frase final es lapidaria: “Mujica no era un héroe: era un terrorista reciclado en presidente”.
En otro diario que incluye la palabra “izquierda” en su nombre, la columna que leo tilda de “revolucionario arrepentido” al ex mandatario uruguayo en su titular. Esta necrológica —escrita desde la acera de enfrente— tampoco ofrece demasiado espacio de maniobra a sus lectores: Pepe fue un “defensor de las instituciones del sistema capitalista”, una “expresión extrema” de una izquierda latinoamericana desradicalizada y alguien que “jugó un papel central en la reconciliación con los militares responsables de crímenes durante la dictadura”. El autor califica el discurso de Mujica como uno que ofició de “mensaje derrotista y disciplinador (sic), que contrasta dru00e1sticamente con los ideales revolucionarios de su juventud”.
Reconozco el interés que me despierta la confrontación de estos febriles obituarios, tan absolutamente separados por sus respectivas ideologías y, sin embargo, tan insólitamente unidos en su desprecio al personaje. Me gusta, lo confieso, el disgusto que provoca la figura de Pepe Mujica en ambas puntas del espectro ideológico hispanoamericano. Algo debió hacer bien el viejo, imagino, para que los saurios de uno y otro lado se apresuren a criticar su legado, retratu00e1ndolo como un sanguinario irredento al que ningún mérito debe reconocerse, o como un vergonzoso camarada que terminó edulcorando el ideal socialista por el que había disparado fusiles y lanzado bombas.
Sospecho que los radicales tienen numerosas razones para sentirse incómodos con Mujica. Les resulta muy difícil, para empezar, reclamarlo como suyo. Nadie que siga creyendo en los postulados marxistas sobre la violencia podría hoy explicarse por qué Pepe, hacia el final de su vida, se refirió mu00e1s a la gran batalla ética de nuestro tiempo que a la juru00e1sica lucha de clases. “La vieja izquierda”, escribió, “vive demasiado de la nostalgia... Le cuesta entender por qué fracasó y tiene grandes dificultades para imaginar nuevos caminos”.
En la otra orilla también escuece el hecho de que Mujica fuera un ejemplo vivo de coherencia moral. A eso que él llamaba “cultura del egoísmo”, lo desafiaba con algo mu00e1s que frases hechas, encarnando la sobriedad de maneras contraculturales, casi lacerantes. En cuerpo y alma, vivía contradiciendo el atu00e1vico afu00e1n de lucro y lujo. “Los pobres son los que quieren mu00e1s”, decía, “esos a los que no les alcanza nada. Esos sí son pobres, porque se meten en una carrera infinita”. Alguien tan desprendido de todo lastre, claro, apenas encaja en ninguna parte.
Pero sin duda el peor lastre del que Pepe se desprendió fue el odio. En sus días de guerrillero y delincuente, el aborrecimiento por quienes pensaban diferente era condición indispensable para la lucha. Che Guevara, en aquellas espeluznantes palabras dirigidas a la Tricontinental (1967), otorgaba la legitimidad revolucionaria de que se revestía aquella furia criminal juvenil: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa mu00e1s allu00e1 de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y cu00f3lida mu00e1quina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”.
Al salir de la prisión, sin embargo, en 1985, Mujica también se había liberado de las cadenas mentales que justifican el exceso. Y ya no volvió a ceder terreno ante ellas. Por eso, el año pasado, volvió a distanciarse de la “dictadura del proletariado” fijada en Cuba desde hace mu00e1s de 60 años con dos vocablos: “No sirve”. Por eso llegó a decir que Venezuela y Nicaragua eran “indefendibles”, acusando a sus dirigentes de “jugar a la democracia” mientras perpetraban fraudes electorales.
Por eso, al dejar su curul de senador en 2020, recordó que, aunque tenía muchos defectos, había uno de cuya redención se consideraba orgulloso. “Soy pasional”, dijo entonces, “pero en mi jardín hace décadas que no cultivo el odio, porque aprendí una dura lección que me impuso la vida: que el odio termina estupidizando, porque nos hace perder objetividad frente a las cosas. El odio es ciego como el amor, pero el amor es creador y el odio nos destruye”.
Por deformación ideológica e inercia histórica, los socialistas tienen jardines sembrados de cadu00e1veres porque el rencor se ha apoderado de sus conciencias. Pepe Mujica entendió, a golpe de claridad, que así es imposible cambiar el mundo. Y esa lección suya es imperecedera.