El martes 10 de junio de 2025 se aprobó en la Asamblea Legislativa la nueva Ley de Sostenibilidad Fiscal para el Fortalecimiento de las Finanzas Públicas, que tiene por objetivo controlar el endeudamiento público y contribuir al saneamiento delas cuentas del Estado.



La normativa, aprobada con 59 votos a favor, surge en el contexto de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) que exige al país mayor disciplina en la administración de sus finanzas públicas.

Con una deuda pública de 87.2 % del PIB al mes abril, el gobierno se ha comprometido mediante la ley, a tomar medidas que contribuyan a una trayectoria de reducción gradual de ese nivel de endeudamiento. La ley fija metas a largo plazo: que la deuda del Sector Público No Financiero - incluyendo las obligaciones previsionales- no supere el 80% del PIB en 2030, el 75% en 2035 y llegue al 70% en 2045. En otras palabras, establece un “techo” a la deuda e intenta frenar su crecimiento descontrolado de años recientes. Este es un paso que puede ser visto como una señal de seriedad por parte de los inversionistas y organismos internacionales, buscando fortalecer la estabilidad económica a mediano y largo plazo.



La nueva ley reinstaura una regla fiscal formal en El Salvador, algo que se había perdido cuando la anterior Ley de Responsabilidad Fiscal quedó suspendida durante la emergencia por el COVID-19. Ahora se retoma la idea de imponer límites al endeudamiento. Establecer un objetivo cuantitativo –como ese techo de deuda del 70% del PIB a largo plazo– da un direccionamiento a la política fiscal. Esto es positivo porque reduce la incertidumbre sobre el rumbo de las finanzas públicas y muestra la intención de evitar que la deuda siga creciendo rápidamente y sin control. En comparación con estándares internacionales, contar con una norma que guíe el nivel de deuda es un primer paso fundamental para mantener la sostenibilidad fiscal y la confianza de los acreedores.

Las metas de deuda se escalonan en el tiempo (2030, 2035, 2045), lo que le da cierta flexibilidad al Gobierno para ajustar las cuentas de manera gradual para mitigar la afectación en crecimiento económico en el corto plazo. La gradualidad está en línea con buenas prácticas que sugieren realizar ajustes fiscales de manera dosificada para minimizar impactos sociales.

Además, la ley incluye cláusulas de escape en caso de eventos excepcionales: si el país enfrenta una crisis grave –como una recesión económica profunda, una emergencia por desastre natural o sanitaria– se podrá suspender temporalmente la meta fiscal.

Estas excepciones, siempre y cuando se usen con responsabilidad, son consideradas saludables en marcos fiscales modernos, ya que permiten responder a choques imprevistos sin violar la ley. Eso sí, la normativa exige que si ocurre una de esas situaciones, el Ministerio de Hacienda emita un informe técnico y lo publique, justificando la necesidad de pausar la regla. Esta mezcla de firmeza en las metas pero con flexibilidad ante crisis refleja un equilibrio recomendado internacionalmente para que una regla fiscal sea sostenible en el tiempo.

Uno de los aportes más destacados de la ley es el énfasis en la transparencia y la planificación a mediano plazo. La legislación obliga al Ministerio de Hacienda a publicar cada año, antes del 31 de mayo, un Marco Fiscal de Mediano Plazo actualizado: básicamente un plan quinquenal con proyecciones de ingresos, gastos, balance fiscal y niveles de deuda esperados, mostrando cómo se va cumpliendo en el camino la regla fiscal.

También deberá presentar un informe anual de cumplimiento que detalle si se están alcanzando las metas fiscales proyectadas y qué medidas se tomarán para corregir desviaciones en caso sea necesario. Así, mes a mes, Hacienda deberá colocar información en el portal de transparencia fiscal sobre cuánto le debe el Gobierno a sus proveedores de bienes y servicios, el saldo de deuda flotante y de letras del tesoro (LETES) pendientes de pago, entre otros datos. Esta apertura de información permitirá conocer mejor el manejo de las finanzas públicas por parte de las autoridades. En comparación con las buenas prácticas internacionales, esta medida de publicación periódica y de planificación plurianual están alineadas con lo que organismos como el FMI o el Banco Mundial acostumbran recomendar para mejorar la credibilidad presupuestaria.

A diferencia de algunas normativas limitadas solo al Gobierno Central, esta ley abarca al Sector Público No Financiero en su conjunto, incluyendo empresas públicas, municipalidades e instituciones autónomas, e incorpora explícitamente la deuda relacionada con las pensiones. Esto es una fortaleza porque evita “ocultar” obligaciones fuera del balance: toda la deuda relevante entra bajo el control de la ley. En muchos países, la evasión de las reglas fiscales ocurre trasladando gastos o deudas a entes no cubiertos por la ley; al abarcar casi todo el sector público, la normativa salvadoreña sigue una práctica internacional acertada de ser lo más amplia posible para asegurar que el esfuerzo de sostenibilidad sea real y no solo contable.

Detrás de esta ley está el impulso del acuerdo con el FMI, que condicionó un financiamiento de aproximadamente $1,400 millones a la adopción de reformas para ordenar las finanzas. El hecho de que la ley haya sido concebida en coordinación con organismos financieros internacionales le da cierto sello de calidad técnica. Las autoridades salvadoreñas buscan con esto no solo cumplir un requisito para acceder a fondos, sino también enviar la señal de que van en serio con la consolidación fiscal. Si se implementa correctamente, la ley podría ayudar a mejorar la calificación de riesgo del país y disminuir costos de financiamiento a futuro, beneficiando a la economía en general.

Pese a sus virtudes, la normativa recientemente aprobada contiene algunas debilidades que podrían afectar su efectividad. Una de ellas es lo distante de las metas temporales. Si bien fijar un techo de 70% del PIB da una dirección y traza una ruta, ese objetivo está planteado para el año 2045, casi dos décadas en el futuro. Incluso la primera meta intermedia – la de 80 puntos del PIB-- se establece para 2030. Esto significa que el gobierno actual y el siguiente no enfrentan un límite estricto de manera inmediata sino que lo que existe es un compromiso de ir reduciéndola gradualmente.

En la práctica, los mayores esfuerzos de ajuste podrían quedar para futuros gobiernos. Comparado con estándares internacionales, las metas podrían considerarse poco ambiciosas: organismos recomiendan de referencia un 60% de deuda con respecto al PIB, nivel que El Salvador no alcanzaría en 20 años según esta ruta. Esto plantea la pregunta de si la lentitud del ajuste será suficiente para devolver la confianza plena en la sostenibilidad fiscal del país.

Otra preocupación es la ausencia de mecanismos de sanción o fiscalización independiente. La efectividad de una ley de responsabilidad fiscal no depende solo de lo que esté escrito, sino de que eso realmente se cumpla. Por ejemplo, la ley anterior de 2016 se incumplió y luego se dejó sin efecto cuando resultó inconveniente, sin mayores consecuencias. La versión actual, aunque más completa en términos de transparencia, no establece sanciones si no se logran las metas o existe un retraso con presentar los informes a tiempo.

A diferencia de países donde existen consejos fiscales independientes o reglas que automáticamente gatillan recortes de gasto si se exceden los límites, acá el monitoreo recae sobre las mismas autoridades que manejan el presupuesto. Sin un árbitro independiente --por ejemplo, un ente supervisor o al menos un escrutinio más fuerte por parte de la Asamblea Legislativa ante desviaciones de las metas establecidas en la normativa--, la ley podría terminar siendo “letra muerta”. El desafío será, por tanto, crear una cultura de disciplina fiscal donde las propias instituciones –las entidades multilaterales prestamistas, la Asamblea Legislativa, la Corte de Cuentas-- soliciten el cumplimiento de lo establecido.

Otra debilidad se centra en la deuda como porcentaje del PIB, pero no aborda otras variables clave de manera explícita en la ley, como límites al déficit fiscal anual o al crecimiento del gasto corriente. La experiencia internacional muestra que reglas integrales suelen incluir techos al déficit o al gasto público. La ley sí menciona que Hacienda debe mantener control del balance primario (los ingresos menos gastos antes del pago de intereses) y reportar el “gasto tributario” (lo que el Estado deja de percibir por exoneraciones y beneficios fiscales), lo cual es positivo. No obstante, queda a discreción del Ejecutivo cómo ajustar año con año para lograr la trayectoria de deuda, sin parámetros legales sobre el déficit anual. Esto implica que el éxito de la estrategia dependerá de la voluntad de realizar ajustes fiscales sostenidos –tales como controlar el crecimiento de los gastos y buscar más ingresos– más que de un automatismo legal.

La nueva Ley de Sostenibilidad Fiscal ofrece importantes fortalezas: reencauza al país hacia una disciplina presupuestaria de largo plazo, contribuye a la transparencia en el manejo de las finanzas estatales y muestra un compromiso con prácticas responsables que organismos internacionales suelen aplaudir. Estas características sientan las bases para recuperar la estabilidad macroeconómica y, en última instancia, liberar recursos que puedan destinarse a inversión pública y programas sociales en beneficio de la población. Sin embargo, las debilidades identificadas sugieren que la ley por sí sola no será una solución mágica.

Su efectividad real dependerá de la implementación fiel y de la consistencia de las políticas fiscales en los próximos años. Será fundamental que el Gobierno cumpla con las medidas de ajuste prometidas (reduciendo gastos innecesarios, mejorando la recaudación sin ahogar la economía y reformando áreas como pensiones) para que la trayectoria de deuda trazada en la normativa recientemente aprobada se traduzca en resultados concretos.

* Rommel Rodríguez es director del Área Macroeconómica de Funde