Escarbando en el folklore pampeano, descubrí el libro titulado “Vocabulario y refranero criollo” que Tito Saubidet publicó en 1943; en este aparece el siguiente dicho: “Se está haciendo el angelito y ya se despachó a uno pal otro mundo”. Aunque debería, “pal” aparece sin apóstrofe. Yo también debería, pa’denunciar, ocupar el significado de otro refrán incluido: “Despachar pa’l otro mundo”; léase, matar. Porque, según diversas fuentes, no son pocas las víctimas asesinadas durante el régimen de excepción –iniciado desde marzo del 2022 y vigente hasta la fecha– tras ser capturadas por agentes del “bukelato” y encarceladas siendo inocentes. Ya lo he hecho y lo volveré a hacer, pero luego; ahora quiero comenzar este comentario con la consigna que desde el 2001 circuló planetariamente frente a los estragos del neoliberalismo, con motivo de la realización del primer Foro Social Mundial en Porto Alegre.
“Otro mundo es posible”, se dijo entonces y la corta frase pegó; su resonancia fue enorme. Transcurridas más de dos décadas, vale la pena preguntar si será cierto eso. Pues en el nuestro, el salvadoreño, nunca lo fue y actualmente ‒en lugar de mejorar‒ va para peor. Pero se acaba de publicar una propuesta que debería ser conocida y considerada en serio; sobre todo por las víctimas de la desigualdad, la pobreza y la exclusión para avanzar hacia el “desarrollo productivo, inclusivo y sostenible” nacional, que es lo que nos indican la Fundación para el Desarrollo de Centroamérica, el Colegio de Profesionales en Ciencias Económicas, la Red de Ambientalistas Comunitarios de El Salvador y el Centro para la Defensa del Consumidor.
Dichas organizaciones presentaron los resultados de su esfuerzo investigativo común el recién pasado martes 9 de julio y lo sintetizaron, entonces, en un comunicado que arrancaba expresando la necesidad de superar “el actual modelo de desarrollo neoliberal” y denunciando a la “pequeña élite millonaria” que se ha beneficiado con el deterioro “de los derechos económicos, sociales. ambientales y políticos de millones de personas”, saltándose “los controles y el funcionamiento de la democracia”.
Son siete las “trampas” en las que, aseguran, se encuentra sumido dicho modelo. La primera: el “bajo crecimiento económico” por la “ausencia de una transformación productiva”, los “bajos niveles de productividad” y la “complejidad” de la economía; le sigue el “conjunto de valores, normas, prácticas y estructuras” perpetuadoras de “discriminación” e “intolerancia” contra mujeres, pueblos originarios, jóvenes y el colectivo LGBTQI+; después están los altos “niveles de desigualdad y pobreza que imposibilitan la movilidad intergeneracional”; añadan los amplios “desequilibrios comerciales y de cuenta corriente”, debido a “las discapacidades competitivas y tecnológicas diferentes”; seguidamente mencionan una “tributación regresiva” y los “elevados niveles de deuda”, en detrimento de los derechos antes citados; también hablan de la arriesgada inestabilidad del sistema financiero, por el elevado pago de la deuda pública, y del “endeudamiento” creciente “de los hogares y del sector privado” sin contar con la liquidez debida; finalmente agregan la exposición y la vulnerabilidad crecientes ante los fenómenos de la naturaleza, cuyos impactos “intensificará” y “exacerbará” el cambio climático.
Está jodida la situación, ¿verdad? Pero más allá de las penurias propias de ese inframundo que afectan sobremanera a las mayorías populares, las organizaciones mencionadas proponen –para el país de más bajo crecimiento económico en nuestra región– que se acelere tanto “la transformación estructural” como “la reducción del déficit comercial y de cuenta corriente”; alcanzar “la autonomía económica” de nuestras mujeres; que se desarrolle “una política fiscal” capaz de hacer valer los derechos económicos, sociales y culturales de nuestra población; y que se fortalezca “la red de seguridad financiera”. Asimismo, señalan que se requiere ser resilientes “ante el cambio climático y reducir la vulnerabilidad ante los fenómenos hidrológicos, geofísicos, climatológicos y meteorológicos”.
Este país padece las enfermedades terminales diagnosticadas por estas cuatro entidades sociales. Eso pasó en 1990, cuando en el Acuerdo de Ginebra se determinaron los cuatro padecimientos patrios de entonces: guerra, dictadura, violaciones graves de derechos humanos y una sociedad fragmentada. El listado de los medicamentos nada “amargos” fue incluido en el Acuerdo de Chapultepec, de inicios de 1992, pero fueron muy mal aplicados en la posguerra. Por eso hoy se corre el peligro cierto de un rebrote de los males que en nuestra historia han afectado a este “mundito” y, como antes, su mayor agravamiento. Estos no se curan con órdenes totalitarias y amenazantes para bajar precios de verduras ni con la demagógica, populista y hasta ofensiva oferta de tres pupusas y un café ‒“donado” por el autócrata‒ a solamente un dólar. Mejor vámonos pa’l otro mundo: el de la justicia y el bien común. Eso solo será posible con la educación política, la organización y la acción popular masiva.