Hace pocas semanas conversé con un amigo estadounidense sobre el papa León XIV. Me contó que en su país existe cierto recelo ante un pontífice que, quizá, se involucre en asuntos económicos y políticos “ajenos” a la espiritualidad. Pero esta idea pasa por alto una realidad fundamental: desde la Antigüedad, las grandes religiones han construido marcos éticos y normativos para justificar y regular la actividad económica.
En el mundo antiguo, la religión y la economía iban de la mano. En Egipto, los papiros de Anastasi y Wilbour registraban mercancías, precios y prestaciones laborales bajo supervisión de los templos, cuyos sacerdotes legitimaban el cobro de tributos y fijaban tarifas. En la Grecia clásica, el templo de Delfos no solo era un centro espiritual, sino también un banco sagrado donde se depositaban ofrendas y se otorgaban préstamos bajo la garantía de Apolo. Estos ejemplos ilustran cómo la religión moldeaba las reglas del intercambio, velaba por el cumplimiento de los contratos y protegía los derechos de propiedad.
Otras religiones aún vigentes como el islam o el hinduismo también han influido en la economía al establecer como un deber sagrado la generosidad, la limosna, o el condenamiento de la usura. En La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber demostró que el calvinismo impulsó la disciplina, el ahorro y la reinversión al interpretar la prosperidad económica como señal de gracia divina. En el oriente, otros autores también han destacado la influencia del confucianismo en la cultura empresarial actual de China, Corea y Japón mediante valores como la lealtad y la reputación corporativa.
La tradición católica también ha tenido influencia en cuestiones económicas desde sus primeros siglos. Padres de la Iglesia como San Agustín y San León Magno defendieron la igualdad ontológica de todos los seres humanos y rechazaron la esclavitud como contraria al designio divino. En la Edad Media, los teólogos escolásticos —aún hoy presentes en los cursos de pregrado sobre pensamiento económico— desarrollaron la noción de “precio justo” y subrayaron la responsabilidad social de comerciantes y artesanos.
Con la modernidad, los pronunciamientos papales recogieron estos principios y los adaptaron a nuevos contextos. En 1839, Gregorio XVI condenó el comercio de esclavos y la servidumbre de “indios, negros y otros pueblos”. Ante las condiciones laborales extremas de la Revolución Industrial, León XIII publicó en 1891 la encíclica Rerum Novarum, defendiendo el derecho de los trabajadores a organizarse, denunciando el trabajo infantil y reclamando la intervención del Estado para corregir injusticias.
En 1961, Juan XXIII publicó la encíclica Mater et Magistra, en la que instó a los países desarrollados a colaborar más activamente con los más pobres mediante la transferencia de tecnología y la ayuda al desarrollo. Al mismo tiempo, criticó tanto el estatismo absoluto como la creciente pauperización de las zonas rurales. Tres décadas después, en 1991, Juan Pablo II conmemoró el centenario de la Rerum Novarum con la encíclica Centesimus Annus, en la que advirtió sobre los peligros del colectivismo totalitario y del capitalismo sin frenos, reafirmando que la libertad económica debe estar siempre subordinada al bienestar humano integral. Ya en el siglo XXI, el papa Francisco incorporó la dimensión ecológica con la encíclica Laudato Si’(2015), subrayando que la producción debe respetar la creación y evitar generar “externalidades” que afecten a los pobres y a las generaciones futuras.
Así, diversas religiones —incluyendo la católica— han desempeñado un rol clave en la historia y pensamiento económico. Tanto teóricos como Santo Tomás de Aquino, cuyos conceptos fueron retomados más adelante por economistas, como figuras emblemáticas de la jerarquía eclesiástica, han puesto de relieve la interdependencia entre ética y economía.
Ciertamente, habrá personas que simpatizarán más o menos con los textos o mensajes religiosos; así como hubo quienes en su momento oyeron con agrado o desagrado los mensajes condenando la esclavitud de los pueblos indígenas, el trabajo infantil, o los abusos característicos de países totalitarios. Hoy, frente a la revolución de la inteligencia artificial y sus efectos en el empleo y la distribución de la riqueza, el liderazgo católico seguramente ofrecerá de nuevo a sus fieles una brújula moral.