Óscar Arnulfo fue el segundo hijo de Santos Romero y Guadalupe Galdámez. Vino al mundo el 15 de agosto de 1917, día de la asunción de la Virgen María. Esa fecha también la festejo personalmente, por la llegada al mundo de mi tercera hija hace apenas catorce años. Hermosa casualidad pues, además de coincidir la celebración de ambos nacimientos sin importar años y distancias, esta me terminó de convencer de algo muy personal: no me equivoqué al hacer lo que he hecho a lo largo de mi existencia y que continuaré haciendo durante el resto de la misma. Todavía más, con el camino que escogieron transitar sus hermanas. Pero no se trata de hablar de mí sino de los tiempos terriblemente convulsos que ahora vivimos en este nuestro terruño, para reflexionar desde el mensaje y el ejemplo romerianos sobre sus peligrosas dimensiones y consecuencias. 

No digo que eso hubiera dicho hoy monseñor Romero, pero intento inspirarme en lo que él dijo e hizo para decir yo lo siguiente. Creo que estaría recibiendo ‒con las puertas abiertas y sus brazos fraternos extendidos‒ a las familias de las personas inocentes encarceladas sin respetar sus garantías judiciales, a quienes se les niega el respeto de reglas precisas del debido proceso tras haber sido capturadas a lo largo de los más de tres años que ya dura el régimen de “excepción”; también acogería compasivamente a las familias de las que han sido detenidas o son perseguidas por razones políticas.

Pienso que además estaría con el “alma partida” al escuchar “el amargo llanto de madres viudas y niños huérfanos que, entre inconsolables sollozos” y sin “explicaciones estudiadas”, le “narraban el cruel atropello y lamentaban la orfandad en que se les había dejado”. Eso se lee en la carta que le envió al coronel Arturo Armando Molina, otro de los presidentes fraudulentos y autoritarios que registra nuestra historia, tras la masacre en el cantón Tres Calles perpetrada el 21 de junio de 1975. Atropellos y orfandades que hoy perjudican irreparablemente a las familias de las personas fallecidas en prisión. 

También, seguro, le habría reclamado al Estado individualizar las investigaciones precisas, los juicios debidos y los merecidos castigos de los responsables de los horrendos crímenes cometidos en el marco de la violencia pandilleril, como lo demandó en su momento al condenar a los culpables del terrorismo tanto gubernamental como guerrillero. “Nunca voy a defender yo –proclamó el 13 de noviembre de 1977– ni nadie católico puede defender la injusta violencia, aunque proceda del más oprimido. Siempre será una injusticia si traspasa los límites de la ley de Dios”.

Actualmente estaría desaprobando, que no les quede duda, tanto el “orden” económico como el político y el social por las injusticias que generan. Ello, en sintonía con lo que expresó en su homilía del 24 de julio de 1977, en la cual además estableció que la Iglesia no podía callar ante eso. Si cerraba los ojos y enmudecía frente al sufrimiento de su feligresía sumida en la pobreza y la represión, sería cómplice del conformista enfermizo y pecaminoso de quienes padecían esa realidad y no se rebelaban; también de aquel que fomentara ese adormecimiento para favorecerse. Demandaría a la Iglesia que presidía desde su sentir, la libertad de decir la verdad de lo que estaba ocurriendo sin importar ser perseguida; lo anterior, diría ‒como lo dijo en su momento‒ es “una cuestión de vida o muerte para el reino de Dios en esta tierra”.

Nuestro santo en algún momento, siendo el cuarto jerarca de la Arquidiócesis metropolitana, recordó una “comparación sencilla” que le compartió un campesino. Al meter la mano sana en una olla de agua con sal, le manifestó este, no pasa nada; “pero si tiene una heridita, ¡ay!, ahí le duele”. Y si la Iglesia es fiel a su mandato, reflexionó Romero, termina siendo esa sal que en un país como el nuestro ‒con muchas y muy hondas heridas‒ es natural que arda y mucho. Por querer ser fiel a ese legado, ahora se escuchan temerarias voces amenazantes contra el cardenal Gregorio Rosa Chávez; también hasta censuran al, para mi gusto y el de más gente, tímido arzobispo José Luis Escobar Alas.

San Romero de América incomodaría al poder afirmando que “el mal es muy profundo en El Salvador” y de no entrarle en serio a “su curación”, constantemente seguiremos cambiándole nombres pero continuará “siempre el mismo mal”. ¡Cuánta razón tenía y tiene! Al día de hoy, ese mal continúa siendo profundo y profundizándose. Ahora se están repitiendo y renovando, denunciaría sin tapujos, “los atropellos de una autoridad abusiva”.