Vivimos días históricos que, con el tiempo, recordaremos con asombro y reverencia.



Somos testigos pasivos de una acción de Dios en la historia de los hombres.

Los señores Cardenales tienen la responsabilidad de elegir al sucesor número 267 de san Pedro, el inmediato heredero del Papa Francisco.



La elección de un Romano Pontífice siempre está envuelta en misterio, en el silencio de oficio y en la conciencia de unos pocos.

Los Príncipes de la Iglesia llegarán desde los confines de la tierra.

El cardenal Camarlengo hará los preparativos previstos desde tiempos muy antiguos.

La Capilla Sixtina se vaciará de turistas y se llenará de electores.

El imponente Juicio Final de Miguel Ángel será una vez más testigo de la elección del hombre que ocupará el cargo más importante sobre la faz de la tierra.

Volveremos a escuchar el extra omnes, proclamado con solemnidad por el Camarlengo para hacer salir a todos los ajenos al cónclave.

En cuestión de días, tendrá lugar una nueva elección papal.

El papel del Romano Pontífice es, sin duda, uno de los más poderosos e influyentes del mundo, tanto en términos espirituales como políticos.

Es el encargo más alto... y, al mismo tiempo, el menos deseado.

La responsabilidad que conlleva es inmensa.

En 1978, el cardenal Albino Luciani decía: "Y si resultara que me eligen a mí, contestaría: 'Lo lamento. No acepto'".

Tal fue el susto que se llevó Juan Pablo I, que solo ocupó la Sede de Pedro durante 33 días, en el pontificado más breve de la historia (26 de agosto de 1978).

Su sucesor, san Juan Pablo II, manifestó en sus primeras palabras como Pontífice el miedo que sintió: "Los Eminentísimos Cardenales han designado un nuevo Obispo de Roma.

Lo han llamado de un país lejano... He sentido miedo al recibir esta designación, pero lo he hecho con espíritu de obediencia a Nuestro Señor Jesucristo y con confianza plena en su Madre, María Santísima" (16 de octubre de 1978).

Benedicto XVI también confesó su sorpresa: "Quiero deciros algo del cónclave, sin violar el secreto: nunca pensé ser elegido ni hice nada para que así fuese.

Pero cuando lentamente el desarrollo de las votaciones hacía entender que la "guillotina" se acercaba y me miraba a mí, pedí a Dios que me evitara ese destino" (25 de abril de 2005).

Y el papa Francisco, tras su elección, fue tajante: "Soy un gran pecador.

Confiando en la misericordia y en la paciencia de Dios, en el sufrimiento, acepto" (13 de marzo de 2013).

Es, sin duda, uno de los encargos más relevantes y menos apetecidos.

El Obispo de Roma es también el Padre universal del Pueblo de Dios.

El Santo Padre, figura espiritual, se convierte en jefe del Estado soberano más pequeño del mundo.

El Romano Pontífice, puente entre el cielo y la tierra, debe estar también en lo más ordinario de la administración pública del Estado del Vaticano.

Se le juzgará como a un político más.

Y aunque nunca haya ambicionado una posición de poder, deberá presidir.

Un hombre con escasos dotes de liderazgo —porque nunca le interesaron— tendrá que guiar a la Iglesia universal.

Alguien que jamás quiso ser influencer, recibirá likes o dislikes, de cada palabra o gesto que realice, del mundo entero.

Quien debe inyectar esperanza, deberá conocer de cerca la miseria humana, dentro y fuera de la Iglesia.

Un alma enamorada de la pobreza evangélica vivirá rodeada de tesoros culturales y riquezas invaluables que nunca ha deseado.

Aquel que hasta ahora vivía en una casa modesta de una diócesis cualquiera, se mudará a Roma capoccia der mondo infame, (Antonello Venditti).

Un conciliador que no puede negociar.

Un representante del cielo que debe mantener los pies en la tierra.

Oremos por quien será elegido, para que con humildad y fortaleza abrace esta sagrada misión.

Que el Espíritu Santo lo asista.

Y que todos, como hijos suyos, sepamos reconocer en él al padre de familia que Dios nos envía.

• El padre Fernando Armas Faris es sacerdote católico