Se trata de un padecimiento; de un sufrimiento fuerte y profundo, prolongado en el tiempo. Eso es lo que sufrió Jesucristo: escarnio, tortura y muerte en la cruz, como se lee en los evangelios. Durante su historia, buena parte de la humanidad ha sido sometida a esa condición por las guerras, las hambrunas y otros desastres cuyo origen se encuentra –demasiadas veces– en el egoísmo y la insultante ambición de las minorías privilegiadas por tener cada vez más riqueza, lujos y poder; son estas élites las constituidas por “escribas y fariseos”, “mercaderes” usurpadores de templos, “sepulcros blanqueados” en una “cueva de ladrones”...
Y mientras, las mayorías populares permanecen sumidas en insoportables injusticias inmerecidas, adversidades infames y penurias indecentes que nada tienen que ver con la divinidad.
Lo padecido por nuestro pueblo oprimido y reprimido, lo confirma; asimismo, lo que le está ocurriendo actualmente nos plantea el gran desafío que representa superar ese perenne calvario. A continuación, a semejanza de lo ocurrido con el hijo de Dios, imagino a lo largo del tiempo catorce estaciones salvadoreñas con algunas de sus figuras martiriales notables.
La primera tiene que ver con el levantamiento de los pueblos nonualcos iniciado en enero de 1833, liderado por Anastasio Aquino; la segunda con otra rebelión también esencialmente indígena que reventó en enero de 1932, impulsada sobre todo allá en la zona de los izalcos ubicada al occidente del país. Su líder más conocido, Feliciano Ama, fue asesinado igual que Aquino; el cadáver colgado de Ama y la cabeza de Aquino exhibida en un parque, contenían el mismo mensaje: eso le esperaba a quien se alzara contra el poder establecido.
Tercera estación: la dictadura del siglo pasado encabezada por Maximiliano Hernández Martínez, a partir de diciembre de 1931. Duró casi doce años y medio, hasta que el tirano renunció forzado principalmente por la “huelga de brazos caídos” empujada en principio desde la Universidad de El Salvador. Cuarta estación: la guerra con Honduras desatada por las ambiciones de los poderosos en ambos países, con consecuencias terribles para sus poblaciones sojuzgadas. Quinta: los fraudes electorales de 1972 y 1977, que cerraron las puertas a posibles cambios estructurales por esa vía y las abrieron de par en par a la guerra. Sexta: la represión estatal y la violencia guerrillera contra población civil no combatiente, sin que la verdad y la justicia brillaran después.
La séptima estación: el magnicidio de monseñor Óscar Arnulfo Romero; la octava: el largo, sangrento y doloroso conflicto armado interno. La novena: los tres disparos directos al corazón del proceso de pacificación; es decir, la amnistía para los violadores de derechos humanos de ambos bandos, la vuelta casi inmediata de los militares al ámbito de la seguridad pública y el desmontaje del Foro de Concertación Económica y Social que la mísera visión de los firmantes de los acuerdos de paz apuntaba, tan solo, a convertirlo en “el mecanismo para concertar medidas” que aliviaran “el costo social del programa de ajuste estructural”. Así como se lee: una curita destinada a mitigar los impactos de la metástasis neoliberal.
Entre las cuatro estaciones restantes está un traicionado ideario de justicia social, democracia y paz. Le sigue el desmontaje “bukeleano” de la institucionalidad a partir de la toma militar y policial de la Asamblea Legislativa, consumada el 9 de febrero del 2020. No podía faltar la criminalidad de las maras y la complicidad con estas por parte de los tres partidos gobernantes durante la posguerra. Treceava estación: el régimen de excepción y las decenas de miles de personas inocentes capturadas. Y última: la inconstitucional reelección del actual usurpador del aparato estatal y la profundización de la corrupción oficialista.
Debo agregar una estación más: la resurrección de la organización indignada de las mayorías populares en torno a sus necesidades más sentidas así como la acción inteligente y creativa de estas, plena de pasión e imaginación.
La celebración del Domingo de Ramos viene de aquella última entrada de Jesucristo a Jerusalén, en la víspera de su viacrucis. Para nuestro pueblo tiene un significado más, pues en el de hace 45 años entregó muchas vidas para hacer comunión, conexión, alianza con la figura de quien desde entonces se convirtió en el santo patrono de los derechos humanos: monseñor Romero.
El Domingo de Ramos debe ser pues, como sostiene Andrew Thayer, protesta no procesión; porque el poder de los textos sagrados ‒según este candidato al doctorado en Teología por la Universidad de Oxford‒ “no reside en la magia ni en los milagros sino en su testimonio de personas que amaron con valentía, actuaron con justicia, dijeron la verdad al poder, resistieron al imperio y mantuvieron una esperanza desafiante frente a la desesperación”.