La discusión sobre la reindustrialización de El Salvador no puede verse como un ejercicio retórico ni como una aspiración lejana. Se trata de una necesidad concreta en un país que enfrenta el reto de superar un modelo económico centrado en la exportación de mano de obra y la dependencia de remesas, incapaz de generar suficientes empleos de calidad y de impulsar una senda sostenida de crecimiento. No sorprende, por tanto, que en junio la Asociación Salvadoreña de Industriales (ASI) presentara su Plan de Desarrollo Industrial El Salvador 2025-2029, en el que se destacan diez ejes estratégicos. Entre ellos, hay dos estrechamente relacionados: la creación de nuevas zonas industriales y la modernización de la infraestructura de apoyo a la producción, incluyendo carreteras, puertos y aeropuertos. Estos componentes no son novedosos, sino que remiten a un pasado en el que El Salvador logró consolidar un proceso de industrialización con impactos reales en la estructura productiva y en la generación de empleos.

Entre 1949 y 1979, bajo el modelo de industrialización por sustitución de importaciones, el país avanzó en la construcción de un aparato industrial que, aunque limitado en términos de diversificación y autonomía, transformó de manera significativa la economía salvadoreña. Una de sus principales estrategias fue la creación del polo de desarrollo de Ilopango/Soyapango, complementado con la ampliación de la infraestructura de apoyo a la producción. Este polo no surgió de manera espontánea. Su localización obedeció a factores determinantes: la cercanía con la capital, la proximidad del aeropuerto internacional de Ilopango inaugurado en 1949, el acceso inmediato a la carretera Panamericana y a la vía férrea.

A estos elementos se sumó una inversión pública decidida en ampliar la red vial, telecomunicaciones, energía eléctrica y vivienda para trabajadores. La construcción del bulevar del Ejército y la prioridad otorgada a la zona en los planes de expansión de servicios crearon un entorno favorable para la instalación de empresas industriales nacionales y extranjeras. En pocas décadas, el área se convirtió en el parque industrial más grande del país, albergando compañías como Productos Alimenticios Diana, Embotelladora Salvadoreña, Laboratorios López, ADOC, Lido, MOLSA, Cartonera Salvadoreña, Baterías Récord, UNISOLA y decenas más que marcaron la historia productiva del país.

La estrategia también apostó a la internacionalización temprana. En 1974 se aprobó la construcción de la primera zona franca de exportación en San Bartolo, Ilopango, que inició operaciones dos años después. Para finales de los años setenta ya alojaba catorce maquilas que generaban más de cuatro mil empleos y exportaban ensamblajes de componentes importados. Con ello, El Salvador se insertaba de manera incipiente en cadenas de valor globales.

Al mismo tiempo, la inversión pública se desplegó en grandes proyectos de infraestructura vial: la carretera del Litoral, la modernización de la Panamericana, la construcción de la Troncal del Norte, los accesos fronterizos de Las Chinamas, San Cristóbal y Anguiatú, y la carretera hacia Comalapa, que conectó a la capital con el nuevo aeropuerto internacional. Esta red transformó la movilidad de bienes y personas, redujo costos logísticos y fortaleció la integración territorial.

En el ámbito energético, los avances fueron igualmente decisivos. La Comisión Ejecutiva Hidroeléctrica del Río Lempa (CEL) construyó la central 5 de Noviembre en 1954. A este hito se sumaron las centrales hidroeléctricas de Guajoyo y Cerrón Grande, la planta térmica de Acajutla y la planta geotérmica de Ahuachapán. El suministro eléctrico estable y a menor costo se convirtió en un factor clave para la competitividad industrial. Paralelamente, la creación de ANDA en 1961 permitió unificar la provisión de agua potable y alcantarillados en la mayor parte del territorio, mientras que la fundación de ANTEL en 1963 transformó las telecomunicaciones al pasar de menos de 10 000 líneas telefónicas a más de 70 000 en apenas 16 años.

La infraestructura portuaria y aeroportuaria no quedó atrás. La creación de CEPA en 1952 y la construcción sucesiva de muelles en Acajutla ampliaron la capacidad de comercio exterior. Para 1980, la inauguración del aeropuerto internacional en Comalapa cerraba una etapa de expansión que había dotado al país de la base logística necesaria para consolidar su industria. La evidencia histórica es contundente: cuando el Estado invierte en infraestructura y crea condiciones para el establecimiento de polos industriales, la inversión privada responde, se generan economías de escala, se multiplican los empleos y se fortalece la capacidad productiva.

El presente obliga a recuperar esa visión. Hoy El Salvador enfrenta déficits estructurales en inversión pública y privada, una productividad estancada y oportunidades laborales insuficientes. Incentivos fiscales o financieros pueden ser útiles, pero carecen de efecto si no existen entornos industriales modernos, servicios confiables y redes de transporte competitivas. Las zonas industriales concentran servicios, reducen costos de operación, fomentan encadenamientos productivos y ofrecen certeza jurídica para nuevas inversiones. La modernización de carreteras, puertos y aeropuertos es indispensable en un contexto regional en el que países vecinos avanzan agresivamente en mejorar su logística. A ello debe sumarse la ampliación de redes de energía renovable, agua potable y conectividad digital, condiciones esenciales para integrar a las micro y pequeñas empresas en cadenas de valor nacionales e internacionales.

El Salvador ya demostró que puede articular un proyecto industrial sólido si combina planificación estratégica, inversión pública y alianzas con el sector privado. Retomar esa ruta no significa nostalgia, sino pragmatismo.

 

*William Pleites es director de FLACSO El Salvador