Ante la injusticia, no queda más que protestar contra esta y la arbitrariedad que la genera. Y esa ha sido, lamentablemente, la recurrente historia en nuestro terruño. Desde 1833 con la rebelión de los nonualcos, pasando por otro levantamiento popular masacrado en 1932 y las jornadas de lucha de 1944 mediante las cuales se vio obligado a renunciar el tirano salvadoreño del siglo pasado: Maximiliano Hernández Martínez. A estas le siguieron el par de rebeliones en las urnas de 1972 y 1977, cuando los triunfos opositores sobre la dictadura militar fueron arrebatados fraudulentamente para dar paso al incremento de la represión y culminar con la guerra que ‒iniciada en enero de 1981‒ ensangrentó y llenó de dolor nuestra comarca durante los siguientes años. A excepción del primero, ocurrido cuando aún no existía la Universidad de El Salvador, en todos esos acontecimientos nacionales relevantes tuvo participación su estudiantado; en muchas ocasiones, también sus autoridades.
Farabundo Martí, Mario Zapata y Alfonso Luna, alumnos de su Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales, fueron los primeros fusilados durante el régimen despótico que iniciaba con Hernández Martínez a la cabeza. La larga y terrible oscurana que apenas comenzaba llegó a su fin en mayo de 1944, tras casi trece años y medio; el ocaso del “martinato” arrancó dentro de nuestra alma mater, luego de un golpe de Estado fallido impulsado un mes antes por militares. El comité encargado de convocar a la “huelga de brazos caídos” que derribó al déspota, surgió en su interior.
Pero quienes realmente mandaban –la oligarquía y “la embajada”– no iban a permitir el “absurdo” de una democratización verdadera. ¡Para nada! Fue así como continuó la dominación militar, ya no unipersonal sino sistémica. Para ello, fueron colocando en el cargo a otros altos oficiales de la Fuerza Armada hasta llegar al teniente coronel José María “Chema” Lemus. En septiembre de 1960, sus esbirros irrumpieron en las instalaciones de la única casa de estudios superiores pública. Por considerarla una amenaza al poder dictatorial ‒algo realmente cierto‒ había que atacarla y someterla sin importar la integridad de sus autoridades, de su alumnado y de su personal administrativo.
Después de ese atentado criminal contra su autonomía, durante dicha década y hasta julio de 1972 la Universidad de El Salvador brilló dentro y fuera del país. Su rectorado, a lo largo de esos años estuvo en manos de ilustres profesionales identificados con las causas de las mayorías populares. Destacan entre estos Napoleón Rodríguez Ruiz, Fabio Castillo Figueroa, José María Méndez y Rafael Menjívar Larín. Este último vio penetrar en su campus el 19 de julio de 1972, precisamente, tropas del Gobierno a cargo del presidente fraudulento recientemente impuesto: el coronel Arturo Armando Molina. Desde el período de su antecesor, general Fidel Sánchez Hernández, ya se discutían –según documentación desclasificada de la estadounidense Agencia Central de Inteligencia‒ “posibles vías de acción para eliminar las actividades subversivas” dentro de la institución académica. Similar argumento usó Hernández Martínez al despojarla de su autonomía en febrero de 1932 tras la matanza y luego del fusilamiento de Martí, Luna y Zapata.
La comunidad universitaria continuó siendo golpeada después de 1972 por la dictadura. Recordamos, de manera destacada, la masacre perpetrada el 30 de julio de 1975 y la prolongada intervención militar iniciada el 26 de junio de 1980; esos hechos atroces y condenables arrojaron un considerable saldo de víctimas mortales, heridas, detenidas y desaparecidas. Cuatro meses pasaron y el rector Félix Ulloa ‒el grande‒ fue asesinado por un “escuadrón de la muerte”. Este verdadero demócrata, en su discurso de apertura de clases “en el exilio”, dejó para la posteridad esta sentencia: “Por más que traten de aniquilarla, la Universidad de El Salvador no va a morir jamás [...] ¡La Universidad de El Salvador se niega a morir y nosotros estamos aquí para que viva por siempre!”.
Instalada la dictadura del siglo veintiuno, nuestra alma mater es atacada de nuevo. Ahora, el líder del “bukelato” ‒junto a rastreros cómplices que pretenden justificar lo injustificable‒ la tiene agonizando de diversas formas y la llamada “comunidad universitaria”, incluidas sus autoridades, salvo escasas excepciones no pone el pecho y alza la voz para defenderla como lo hizo su rector mártir 44 años atrás. ¿Por qué vuelven a victimizarla? Porque, en palabras de Mandela, “la educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”. Pero el dictador del presente siglo en El Salvador no quiere cambio sino sumisión. Por ello, a esa entidad ‒antes rebelde y hoy sumisa‒ deberíamos pintarle en sus paredes lo escrito en una manta producto del ingenio popular: “Al Gobierno le gusta cuando callas, porque estás como ausente”.