Durante los últimos Juegos Olímpicos de París no hubo tregua olímpica como en la antigua Grecia, pero no solo en relación a los conflictos activos, sino en cuanto a otras formas de la guerra, las cuales se filtran por una complejidad retorcida y multifocal que se traduce como competencia geopolítica.
Mientras algunos viven los Juegos Olímpicos como un oasis de fraternidad universal a través del deporte y otros los siguen midiendo por las pérdidas económicas de los organizadores (desde Tokio 1964 estos eventos arrastran de media un déficit de 2.000 millones de dólares y solo tres ediciones han sido rentables estos últimos años: Los Ángeles 1984, Atlanta 1996 y Sídney 2000), en el medio, entre idealismo y materialismo, China y Estados Unidos competían de manera muy igualada alejándose del resto.
Estados Unidos, que lidera el medallero histórico con más de 1000 medallas de oro, es perseguido por China, país que apenas supera las 300. No obstante, en esta oportunidad terminaron empatados con la misma cantidad de medallas doradas, aunque los atletas norteamericanos terminaron imponiéndose por las platas y los bronces. De esta manera, muchos ya aprovechan para identificar esta encarnizada y pareja competencia como una representación de la entera imagen de la rivalidad entre ambas potencias.
Lo cierto es que la tensión entre Estados ha estado muy presente en estos eventos deportivos; durante la Guerra Fría las dos superpotencias utilizaron el escenario olímpico para reflejar la superioridad de sus sistemas.
China, desde Mao Zedong, le ha dado mucha importancia al deporte y ha invertido en miles de fábricas estatales de medallistas olímpicos. Aunque algunas cosas se han relajado en torno a estas mercancías humanas, dado que a veces los atletas chinos parecen poseer la solapada espontaneidad del que se esfuerza por sí mismo y no por un gobierno, sus ubicuas aptitudes atléticas, aderezadas con una exagerada corrección y educación, refleja que el objetivo principal es proyectar una imagen positiva de toda una sociedad bajo forma de propaganda, lo cual termina por arrastrarlos hacia un omnipresente podio impersonal; el resultado es el de un soldado desconocido imposible de admirar, al menos para los occidentales.
Los Juegos Olímpicos de Pekín 2008 significaron nada más y nada menos que la "fiesta de presentación de China". Sin embargo, el mundo sigue esperando conocer realmente a China, empezando por los mismos chinos. De cualquier modo, esa falta de entendimiento puede estar funcionando como un propulsor, al tiempo que remonta la rivalidad con Estados Unidos.
Mientras los deportistas y aficionados se sumergen en el romanticismo y muchos analistas insisten en atascarse en lo tangible. Estados Unidos, cargando una medalla cada vez más pesada, recoge todo esto y salta hasta el realismo imperialista que ofrece y recibe perplejidad entre la polvareda del caos.
En la carrera la silueta de los aliados de Pekín se va reduciendo en el ostracismo que une a la enorme Rusia con la pequeña Corea del Norte; al mismo ritmo se perfila la irrelevancia de los satélites occidentales.
En ese salto al lleno China no alcanzará a Estados Unidos obteniendo más medallas, sino dejando de producir uniformidad política y cultural, es decir, siendo menos china.