Creer que vamos por buen camino, es algo parecido a pensar que las flores de papel crecerán echándoles agua. Ciertamente, el país no estaba bien en el 2019 cuando inició el “bukelato”; sus problemas estructurales enormes e históricos permanecían: el hambre apretando, por la exclusión, los estómagos de las mayorías populares y la sangre de estas derramándose por las sempiternas políticas gubernamentales fallidas. Más de dos décadas y media atrás, iniciando 1992, había finalizado el cruento y prolongado conflicto armado interno. ¿Cómo se logró eso? Por la vía política de la negociación y los acuerdos, de la mano de las Naciones Unidas. Así, El Salvador ocupó un sitio privilegiado en el escenario mundial y esta organización se regodeaba presentándolo como el modelo civilizado para alcanzar la paz; además, presumía ese logro como el “rubí” de su “corona”.
Si antes nos exhibían así, casi envueltos para regalo, ahora se habla del “modelo Bukele”. ¿Por qué? Pues porque el anterior no funcionó como se esperaba y el fin de la guerra no se tradujo en la pacificación ansiada pues, para desdicha extendida, las dolencias sociales señaladas siguieron allí como el dinosaurio de Monterroso. La población habitante del abajo y adentro guanaco, continuó aguantando hambre y derramando sangre. Y así no hay paz. Pero, cuenta la leyenda, que la “mano providencial” del ahora presidente inconstitucional se posó ‒hace cinco años‒ sobre nuestros apenitas 21 000 kilómetros cuadrados para darle un giro de 180 grados a esa dolorosa realidad. Por ello, actualmente, arriba y afuera de la misma el oficialismo se llena la boca anunciando un cacareado “renacimiento” del país.
Parafraseando a Marx, imaginemos la guerra entre los ejércitos gubernamental y guerrillero como la partera de una nación sin dictadura; así, pues, consideremos el Acuerdo de Ginebra ‒firmado el 4 de abril de 1990‒ como su acta de nacimiento en la cual se incluyeron los rasgos futuros de la criatura: ojos brillantes observando fijamente en el horizonte la alcanzable democratización, corazón palpitando pujante por hacer valer el respeto irrestricto de los derechos humanos y manos fuertemente entrelazadas como símbolo de una sociedad reunificada. ¿Los padrinos? Las Naciones Unidas y el grupo de “amigos” de su secretario general integrado por México, España, Venezuela y Colombia. Pero no permitieron que la población organizada participara en su crecimiento y desarrollo, pese a que existía un importante antecedente: el denominado Debate nacional sobre la paz.
La criatura, pues, nació aceptablemente pero no evolucionó como se esperaba. Hubo elecciones periódicas cuyos resultados, en su mayoría, fueron creíbles y respetados; pero eso no es una real democratización. Cesaron las prácticas estatales sistemáticas de graves violaciones de derechos humanos por razones políticas y la exinsurgencia dejó de causar dolor por las mismas causas; pero ello no dio paso al respeto irrestricto de los derechos humanos. Eso sí, la polarización brincó de las trincheras a las urnas. Y ‒para acabar de joder‒ no se hizo lo debido por mejorar en serio la situación de los derechos económicos, sociales y culturales así como el de la seguridad ciudadana.
Tras haberse paseado en la olla de leche, los firmantes de aquella acta de nacimiento pagaron una alta factura. Pero no debemos permitir que hoy el oficialismo se jacte de encabezar un “renacimiento” de la patria, producto de su quehacer “cosmetológico”, si desprecia los acuerdos que desterraron la guerra. Al contrario, de seguir así, vamos rumbo al fallecimiento de su enclenque existencia pues sigue siendo exactamente “un río de dolor que va en camisa y un puño de ladrones asaltando en pleno día la sangre de los pobres”, tal como la describió Escobar Velado. Bukele ya le metió mano a la institucionalidad para controlarla totalmente y su más “ilustres” funcionarios corruptos se saben amparados, las elecciones volvieron a los tiempos del militarismo del siglo pasado y para “garantizar” la “seguridad” –léase, reducción de homicidios– se recurre a la violación grave de derechos humanos, victimizando sobre todo a la“gente de a pie”.
Ese no es el país que yo quiero y por el que hubo tanto sufrimiento y sacrificio. No quiero que mi país ‒en palabras de Lanssiers‒ “entregue ciegamente su voluntad, su suerte y su alma a la gerencia de un hombre providencial, quienquiera que sea”. No, porque la raíz de la perenne crisis nacional es estructural. “El mal” en El Salvador “es muy profundo”, sentenció san Romero de América el 30 de octubre de 1977. Hace casi medio siglo. “Y si no se toma de lleno su curación‒continuó‒ siempre estaremos, como hemos dicho: cambiando de nombres, pero siempre [con] el mismo mal”. ¿Quién le regatea que, además de pastor y mártir, también fue profeta?