Nos necesitamos unos a otros, máxime en un tiempo de perturbaciones constantes y de demoledores desastres, en parte avivados por los persistentes combates que han destruido innumerables medios de vida, sumiendo al mundo en una verdadera selva de inhumanidades. La consecuencia más relevante de toda esta atmósfera, verdaderamente deshumanizadora, que en lugar de fomentar el rencuentro activa el encontronazo, es que tenemos que implicarnos y dejar de ser un espectador distante. La paz se consigue sumando latidos con las medidas de desarme; activando el alma, no las armas, poniendo la cultura del abrazo sincero al alcance de toda la humanidad. Son, precisamente estos esfuerzos humanos conjuntos, los que nos armonizan para echar las bases de un mundo que nos hermane, ya que el desarrollo que no va acompañado por una distribución social equitativa, es explotación y no progreso.
Esto presupone una voluntad más poética que política, firmemente decidida a prevenir los conflictos o a encontrarles soluciones razonables, poniendo eficazmente en valor lo que es exigencia de los derechos humanos y de la solidaridad, lo que implica respeto mutuo. En consecuencia, tal vez tengamos que comenzar, por involucrar a las nuevas generaciones en la planificación de su presente y futuro, mediante procesos participativos y oportunidades de liderazgo local. Empoderar a los jóvenes e incluirlos en la toma de decisiones, lo considero vital para desarrollar orbes inclusivos con jurisdicción universal, sobre todo para afrontar la adversidad. Fuera muros y exclusiones, precisamos la unión y la unidad, lo que encierra una movilidad libre en el pensamiento, un acto creador que disuelva ideologías y derrumbe egoísmos. Aprovechando la energía, la creatividad y las perspectivas de los adolescentes, sumada a la sabiduría de los mayores que también debe ser escuchada, el porvenir será más esperanzador.
Sin duda, tenemos que apoyarnos entre sí. La tarea es un sumatorio de fuerzas conjuntas que acrecienten la protección viviente y la asistencia humanitaria. Nadie estamos a salvo. Ningún poblador debe huir del mundo; al contrario, debería comprometerse con él. Pero su implicación ha de ser verídica, trascendiendo toda forma de corriente interesada, hasta el extremo de considerarnos poetas en guardia permanente. Bajo el paraguas de esta inspiración trascendente, lo que conlleva la urgencia del quehacer, nunca la pasividad, para promover la concordia y la justicia para todos. Si ya, desde el pesebre Cristo nos llama a vivir como ciudadanos de su reino celestial; un dominio que cada persona de buena voluntad puede ayudar aquí, en la tierra; pues, hagámoslo, comenzando por salvaguardarnos unos a otros, poniendo decididamente el intelecto al servicio del amor. Por eso, en esa participación colectiva, la verdad es lo que nos da vida y la ecuanimidad es lo que nos injerta sosiego.
Tras los caminos recorridos; y, a poco que nos adentremos en nuestra propia historia, nos daremos cuenta que únicamente puede alcanzarse quietud por medio del entendimiento. Comprenderse es la primera acción para activar el lenguaje armónico. Dejemos de fabricar artefactos. Activemos el corazón, no utilicemos otro sistema para entrar en diálogo, que la mirada acariciadora de nuestros interiores auténticos, como sujetos activos forjadores de un porvenir más humano; un futuro donde todos, y especialmente los olvidados, los marginados, los pobres, tengan la oportunidad de llevar a buen término su condición de personas conciliadoras. Desde luego, el estado de nuestro planeta y de sus moradores no es fácil, puede llegar a parecernos insostenible, pero nuestros problemas tienen solución con la implicación colectiva. Es cuestión de trabajar unidos, cada cual consigo mismo, con la benevolencia necesaria y la autosatisfacción del deber cumplido.