Por una serie de motivos personales, en las últimas semanas he estado utilizando muy a menudo las aplicaciones para transportarse, en una ciudad eminentemente latina de los Estados Unidos. Me he encontrado con muchos tipos diferentes de conductores. Algunos muy habladores, otros no. Algunos ya mayorcitos, pero la mayoría eran jóvenes de entre veinte y treinta años. En una semana, conocí a tres conductores salvadoreños que estaban más que dispuestos a contarme su historia sobre su llegada a los EE. UU. Quise compartirla porque explican algunas de las razones por las cuales los jóvenes están dejando el país y la realidad de sus nuevas vidas en los Estados Unidos. Llamaré a estos compatriotas, conductores 1, 2 y 3 para preservar su anonimato.
El conductor número 1 tenía la historia más sorprendente sobre su viaje a EE. UU. Dejó El Salvador hace unos dos años porque, después de “levantarse” a la mayoría de sus amigos, la policía fue a buscarlo a casa de su novia. Su nombre aparecía en una lista de jóvenes que la policía buscaba. Me dijo que nunca había tenido nada que ver con las pandillas ni tampoco sus amigos que seguían en la cárcel mientras hablábamos. Según él, les gustaban las carreras de carros, vacilar y beber cerveza, pero nada más. Salió del país con la ayuda de un contrabandista de personas o coyote, como se conocen coloquialmente.
Me contó todos los detalles sobre cómo los contrabandistas organizaban el viaje a través de los países vecinos de América Central, sobornando a la policía en cada frontera. Pero también me contó que el dinero no basta. Para poder cruzar fronteras y territorios controlados por agentes estatales y no estatales, tenían que tener acuerdos previos y conocer una contraseña especial para que la policía aceptara el dinero y dejara pasar a los migrantes ilegales, pero también para que los agentes no estatales los dejarán atravesar ciertas zonas. Llegados a México, fueron perseguidos por hombres fuertemente armados que, en su opinión, tenían que ver con grupos de crimen organizado y, en ese momento, el grupo de migrantes que viajaban juntos se separó para huir.
El conductor 1, continuó con unas pocas personas hasta el Río Grande, donde consiguió cruzar al otro lado, aunque algunos de sus compañeros fueron capturados por la «migra» o por agentes de inmigración de los Estados Unidos. También me contó que en el grupo que salió de El Salvador y Honduras había algunos antiguos miembros de pandillas, a los que los contrabandistas extorsionaban constantemente pidiéndoles más dinero a cambio de no entregarlos ni de abandonarlos. Sintió lástima por las mujeres jóvenes que hacían el viaje. Me comentó que ellas eran las que peor lo pasaban. Este conductor, enviaba la mayor parte del dinero que ganaba a su madre, a su novia y a sus dos hijos, pero ellas pedían más constantemente, porque el costo de la vida en El Salvador era demasiado alto y no les alcanzaba con lo que lograba mandarles. Yo coincidí con las quejas de su familia. El costo de la vida, sobre todo la comida, está muy alto en El Salvador.
El conductor número 2 era ingeniero agrónomo. Se había graduado en una universidad de El Salvador para ayudar en la pequeña granja de su familia; sin embargo, cuando la policía empezó a detener a personas que él conocía, decidió abandonar el país. Se sentía frustrado en Estados Unidos porque lo único que podía hacer era trabajar como conductor de carros o de camiones. Sentía que él había estudiado para hacer mucho más, pero no se sentía seguro volviendo a casa. Según datos de las mismas autoridades públicas, los hombres jóvenes, procedentes de familias de bajos ingresos o de zonas rurales, son el principal objetivo de la PNC y de los militares desde el inicio del estado de excepción, el cual permite detener a cualquier persona por el delito de “asociaciones ilícitas”. Lamentablemente, también ha habido casos de personas inocentes.
El conductor número 3 era el más joven. Llegó legalmente a Estados Unidos, pero con un estatus especial. No parecía querer entrar en detalles y yo no le pregunté. Vivió con su madre durante un tiempo, pero hace poco tuvo que mudarse porque no tenía una buena relación con el novio de ella. Estaba muy cansado cuando me llevó a casa. Tenía que comer en su carro y tenía que gastar mucho en llevarlo al “car-wash” para evitar malas críticas de los clientes. Trabajaba muchas horas al día y no le gustaba conducir. Decía que no ganaba mucho dinero y que era aburrido.
Los tres conductores no podían ser más diferentes, incluso físicamente, pero todos tenían algo en común. No eran felices en Estados Unidos. No vivían el sueño americano; sin embargo, mientras el estado de excepción estuviera vigente, no se sentían seguros de volver a casa. No sé cuál era su situación en El Salvador porque no los conocía y no los volví a ver, pero si no eran pandilleros o delincuentes, representan a un grupo mucho mayor de jóvenes hombres que cuantitativamente -según informan varias organizaciones de derechos humanos, como Cristosal- sufren principalmente las consecuencias de las injusticias del estado de excepción o que huyen del país hacia un camino y futuro incierto y solitario, al menos, para ser libres.